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Charlar con inteligencia artificial

Hace algunas décadas, con colegas de la Universidad Iberoamericana, escuché una anécdota imaginaria a propósito de la grabación de las clases por parte de los estudiantes (probablemente me la contaron en varias ocasiones diferentes personas). Primero un estudiante llevaba una grabadora al salón de clases y se retiraba, después, otro y otro más lo imitaban hasta que ya no había más que grabadoras ante un docente que optaba por grabar lo que tenía que decir, colocaba su grabadora en el frente del salón y la dejaba allí para que los aparatos de sus estudiantes registraran la lección.

El cuento se puede ver como una ilustración  del extremo al que podría conducir una práctica demasiado frecuente: la de reducir la enseñanza y el aprendizaje a un sujeto que receta un discurso a otros que solo registran lo oído. Hay otro desenlace posible y más eficaz y eficiente, derivado de un supuesto distinto sobre la enseñanza y el aprendizaje. Consiste en que el profesor se da cuenta de que es mejor escribir lo que sabe, dejar que sus estudiantes lo lean (junto con otros textos) antes de la clase y se reúnan a resolver dudas, extraer y ensayar las consecuencias prácticas de ese conocimiento, criticarlo y proponer cómo mejorarlo. Claro que esto le quitaría lo gracioso a la anécdota.

Ahora que la generación de textos mediante inteligencia artificial es lo de moda y una aplicación de teléfono me invita a chatear con IA y GPT-4, no pude más que recordar la historia recién contada y llevarla a un futuro no muy lejano en el que una persona programa su teléfono inteligente para enviar mensajes sobre determinado tema a uno de sus contactos. A su vez, el interlocutor programa su celular para responder a los mensajes del otro. Así los teléfonos tienen una sabrosa charla que alimenta la amistad de sus dueños y les permiten evitar la interacción para dedicarse a sí mismos.

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Apple y Amazon, ¿codicia y altruismo?

La conductora del programa En busca del cuento perdido, Sandra Lorenzano, entrevistó ayer, 22 de marzo, a la autora del libro Enredados, Laura García. La publicación trata sobre las redes sociales y, si tiene el enfoque que García mostró en la entrevista, debe ser de mucha utilidad para despejar algunas dudas y prejuicios acerca de ese fenómeno.

A pesar de ser una entrevista interesante, lo que me llamó más la atención fue que, cuando Lorenzano le preguntó a la autora si su libro tenía una edición electrónica, ésta respondió que sí, pero que no sabía si podía decir al aire el nombre de la compañía que lo publica y optó por decir «la compañía de la manzanita». De inmediato dice que pronto habrá otra edición en otra compañía de libros digitales y, sin el menor reparo o pudor, dice «en Amazon».

No es la primera vez que escucho o leo comentarios sobre las grandes compañías de la industria electrónica en las que está implícito que Apple es una empresa hambrienta de ganancias mientras que otros gigantes, como Amazon o Google, son poco menos que organizaciones no lucrativas al servicio de la humanidad. Los comentarios pueden provenir de especialistas -como en el caso de marras- o de consumidores comunes y corrientes.

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Llegar a ser alguien

Los padres nos preocupamos por el futuro de nuestros hijos. Hacemos todo lo que está a nuestro alcance para que tengan la oportunidad de «llegar a ser alguien», como decían nuestros abuelos. Les damos educación, quizá les hacemos un ahorrito. Eso está bien, pero, en la era de Internet, es obviamente insuficiente. Bueno, no es tan obvio, por eso escribo este breve texto cuyo propósito es llamar la atención de mis colegas padres de familia sobre un recurso que será muy útil a nuestros pequeños cuando empiecen su vida profesional pero que, podría apostar, casi nadie está tratando de allegarles. Créanme, si no hacemos algo ahora, cuando nuestros hijos quieran hacer uso de dicho recurso será demasiado tarde.

Me di cuenta de que yo mismo era omiso sobre el asunto hace unos unos días cuando mi hija Daniela me dijo que había un sitio de Internet llamado danielarivera.com, es decir, su nombre. Por supuesto, el sitio no es suyo sino de otra Daniela Rivera, debe haber centenas o miles. Y justo en eso, en que hay muchos homónimos en el mundo, al menos el mundo virtual, reside el problema sobre el que deseo alertar. En dicho mundo, los homónimos atentan contra nuestros empeños para que nuestros hijos sean alguien. Si dejamos que se les confunda con otra persona, ya no serán alguien, sino cualquiera.

¿Por qué no podemos permitir que sean cualquiera? No tengo proyecciones estadísticas de la proporción de personas que trabajarán como profesionistas independientes en las próximas décadas, pero estoy seguro de que no serán un grupo marginal, hay una buena probabilidad de que alguno de nuestros pequeños opte por ejercer su profesión sin ser parte de una organización. Es decir, ellos serán su producto y su nombre será su marca. Ambos deben ser identificables e inconfundibles. Y si hoy en día muchos profesionales que trabajan por su cuenta encuentran útil tener una página web, también estoy seguro de que dentro de algunos años ese recurso será indispensable. Médicos, arquitectos, escritores, abogados, ingenieros en computación, diseñadores, en fin, todo tipo de profesionistas necesitarán una página web para anunciarse, para recibir solicitudes de servicio y, según el caso, hasta para proporcionar el servicio.

¿Y a quién le toca hacer posible que nuestros hijos tengan una página apropiada? Por supuesto, a nosotros, los padres, quienes debemos apartar cuanto antes un nombre de dominio apropiado. Sería injusto que el sitio de nuestro hijo, digamos, cirujano plástico, no pueda llamarse drjuanperez.com o drjuanperez.com.mx (perdón a todos los Pérez por seguir utilizándolos de ejemplo), porque esos dominios ya estén tomados, y termine siendo el poco elegante dr_juan_perez_56bis.info, todo por nuestra falta de previsión. No se diga si nuestro bebé llega a ser una celebridad. No queremos verlo enfrascado en una costosa batalla legal para que un tocayo que es dueño del dominio con su nombre (y sólo lo usa, por ejemplo, para publicar un blog personal) se lo ceda.

Y no sólo se trata de nombres de dominio sino de cuentas de correo electrónico y Twitter y quién sabe qué otra red social que se pondrá de moda más adelante. Para comunicarse con sus amigos de la escuela una cuenta de correo como amoajustin_2001@yahoo.com.mx pasa, pero esa no puede ser la cuenta de, por ejemplo, toda una abogada. ¿Tenemos la seguridad de que cuando ella quiera obtener un nombre de usuario de apariencia profesional ese nombre estará disponible? Por supuesto que no. Entonces, consigámosle uno ya.

Ya sé lo que me dirán. Que no sabemos si nuestros niños querrán ser profesionistas independientes y que mucho menos sabemos la profesión que adoptarán. Pero eso caracteriza al futuro, no sabemos cómo será y de todos modos nos preparamos para diferentes escenarios. En materia del eventual sitio web de nuestros chamacos, nos toca pensar hoy por ellos y cubrir la mayor cantidad de posibilidades. Podemos avanzar poco a poco. Empezar por un dominio con su nombre, como juanperez.com (yo tengo que conformarme con danielarivera.com.mx). Una vez que entren a la universidad y los veamos cómodos con su elección de carrera, les podemos comprar algo más específico, como el mencionado drjuanperez.com o juanperezdiseñador.com.

Quienes tienen hijos por nacer o recién nacidos podrán aducir que ellos están más en control de la situación pues pueden dotar a sus descendientes de un nombre muy original. Pero tengan cuidado, si se pasan de originales, podrían terminar avergonzando a sus niños. Así que, para fines prácticos, los nombres y apellidos no son infinitos. Estos padres harán bien en buscar que sus bebés traigan bajo el brazo no sólo una torta sino un nombre de dominio.

Por supuesto, preparar de esta manera el porvenir de nuestros hijos cuesta. Tendremos que hacer desembolsos mientras ellos crecen, se independizan y empiezan a hacerse cargo de los gastos de mantener su nombre de dominio. Para eso necesitamos más ingresos. Se me acaba de ocurrir que una forma de obtenerlos es convertirse en intermediario para la compra de dominios de Intenet. Ni modo, ya lo escribí, espero que ninguno de ustedes se me adelante.

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Los «grados» de separación en Facebook

Esta idea de que en lugar de seis, son 4.7 los contactos entre dos personas cualesquiera en el mundo ha sido mal entendida y sobrevalorada.

En primer lugar, la cifra de los 4.7 llamados «grados de separación» se refiere a los usuarios de Facebook, lo que no es una gran sorpresa. Si hiciéramos algo así con los aficionados al Guadalajara, los suscriptores de Teléfonos de México o los ex-alumnos de los jesuitas, la cifra muy probablemente sería menor. No es que la tecnología nos acerque (que sí lo hace pero no es la explicación de este dato), se trata de algo más simple: si 721 millones de personas se suscriben a Facebook y lo hacen para comunicarse con sus amigos, es lógico que haya más proximidad entre esos usuarios que entre el total de la población mundial.

Además hay que recordar que, de alguna manera, ese tipo de estadísticas son promedios. No es que los 4.7 o los seis pasos se cumplan en cada par de personas de Facebook o del mundo, algunos estarán separados por dos pasos, otros por decenas. El estudio de Facebook se basa en una población en la que supuestamente no hay barreras, cualquier amigo es igual de amigo para el conteo. Por supuesto, esas personas que aparecen como amigas, con frecuencia no se conocen realmente o no estarían dispuestos a que algunos de esos amigos tuvieran que ver con ellos algo más que ver sus fotos de vacaciones y sus anuncios de que entraron a cierto restaurante.

El otro día un comentarista dijo que conforme más personas se suscribieran a Facebook la cifra disminuiría. Habría que hacer cálculos (que desgraciadamente exceden mi conocimiento de las matemáticas), pero, en principio, tengo la impresión de que la distancia entre los usuarios no variará por el mero incremento de usuarios sino por la cantidad de vínculos (amigos) que ellos establezcan. La tecnología posibilita el acercamiento pero no acerca por sí misma, nos necesita a nosotros.

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Soporte al técnico

Mi papá solía decir que uno debía tener entre sus amigos un médico, un abogado y un sacerdote. Él quería decir que así se contaría con alguien de confianza a la hora de problemas de salud, legales o espirituales. El médico acudiría presto en respuesta a nuestros gritos de dolor, el abogado nos sacaría del bote al que fuimos a parar injustamente (esta posibilidad existe mucho antes de la filmación de Presunto culpable) y el sacerdote nos asesoría en las grandes decisiones de la vida, además de celebrar esa misa que suele seguir a algunas grandes decisiones.

Siempre he estado de acuerdo con mi papá. Las tres profesiones en las que él recomendaba tener amigos detentan una autoridad proveniente de unas técnicas especializadas, un lenguaje esotérico y un licenciamiento muy estricto, autoridad que puede producir grandes beneficios a los clientes de estos profesionales pero también puede someterlos y perjudicarlos de varias maneras. Los legos tenemos hacia ellos una mezcla de respeto y miedo. Por su poder pueden (o pensamos que pueden) enviarnos al cielo o al infierno terrenos y ultraterrenos (los abogados y sacerdotes) o ponernos en la puerta de uno de esos destinos (los médicos). Por eso es tan deseable contar con profesionistas de estas áreas en cuya capacidad y honestidad podamos confiar.

Mi papá tuvo mucha suerte. Además de ser médico, estar casado con una médico y gozar del afecto de muchos de sus colegas, tuvo varios amigos abogados y sacerdotes. A mí no me ha ido nada mal. En mi familia ampliada hay de todo, incluso combinaciones: sacerdotes (o sacerdotes en retiro) médicos, sacerdotes abogados y abogados con carrera trunca en sacerdocio, incluso abogados con, por decirlo de alguna manera, carrera técnica en sacerdocio. Por su parte, todos mis amigos médicos tienen algo de sacerdotes. Uno de mis cuates abogados, notario, además de dar fe, da esperanza y caridad (diría Marco A. Almazán).

Pero el consejo paternal es insuficiente o, mejor dicho, no está actualizado. Data más o menos de los años 80 del siglo pasado y el mundo ha cambiado. Mi padre no previó el surgimiento de otra profesión u ocupación con características muy similares a las tres de marras cuya influencia en la vida contemporánea es central: el profesional de soporte técnico. No tengo ningún amigo en ese gremio y me siento incompleto. (Aclaro, en caso de que me estén leyendo mis amigos ingenieros en electrónica y licenciados en sistemas, algunos también bastante sacerdotales, que no los estoy ignorando, pero lo que ellos hacen, la ayuda en materia tecnológica que me han dado y dan a otras personas más allá de lo que podemos agradecer, es algo distinto a lo que comentaré a continuación, es otra cosa, pues).

Antes de seguir, admito que “soporte técnico” suena feo, pero esa es la traducción de technical support que se ha impuesto en español. También entiendo que no se trata de un solo tipo de profesional, seguramente entre ellos hay ingenieros, licenciados en sistemas, diseñadores y gente sin una carrera propiamente dicha. Por supuesto, tampoco hay un proceso de certificación tan riguroso como, por ejemplo, el de los médicos (eso es parte del problema). Las semejanzas clave del ejercitante del soporte técnico con abogados, sacerdotes y médicos son las técnicas especializadas, el lenguaje esotérico y la capacidad para hacer a los comunes mortales felices o infelices. Por lo demás, los encargados de soporte técnico superan a los otros profesionistas en la amplitud de su presencia en la vida diaria. Pueden pasar meses y hasta años para que yo tenga que recurrir a uno de mis amigos en su calidad de sacerdote, médico o abogado, pero cada mes o con más frecuencia tengo que enfrentarme (sí, en todos los sentidos: estar frente a frente, estar ante un peligro y estar con un enemigo) con alguien de soporte técnico: en la compañía de teléfonos, en la de cable, en la de telefonía celular, en la fabricante de computadoras o programas para ellas, en la oficina, etc.).

Las técnicas propias de los profesionales del soporte técnico van del sentido común a la superespecialización, del “salirse y volver a entrar” (esto es, apagar la computadora y encenderla de nuevo) a hacer complejas reconfiguraciones de software y hardware. Lo malo es que suelen presentar el sentido común a los clientes como un conocimiento sofisticado, esotérico, cuando lo único que hacen es oprimir un par de teclas para resolver el problema, pero, eso sí, cuidando que sus dedos queden ocultos para que los legos no vayamos a intentar aquello reservado a los consagrados. Y por otra parte, cuando se necesitan las técnicas especializadas, estas parecen ser desconocidas para ellos o los técnicos las quieren hacer pasar como sentido común: ¿a quién no le ha dicho un profesional de soporte técnico, después de explicar con toda confusión un diagnóstico y la solución propuesta, “¿de acuerdo?”, como si uno tuviera los elementos para avalar la decisión?

Quizá la razón de no conocer o no usar conociéndolas las técnicas especializadas es que los de soporte técnico parecen tener como máximas “el que me llama es un idiota” y “el problema que me presenta, si existe, necesariamente es uno de los cinco que tengo en mi protocolo de atención”. Entiendo bien que ante la llamada de un cliente sin señal de Internet, lo primero es descartar lo obvio: el módem está apagado, desconectado de la red o requiere una contraseña olvidada. Pero insistir en ello después de una hora de llamada efectiva (posteriores a treinta minutos de espera) tiempo en el que uno describió con todo detalle el contratiempo y lo que ha hecho para solucionarlo y ha repetido la descripción tantas veces como haya sido necesario para que el del otro lado de la línea se convenza de que uno no está mintiendo, es francamente desesperante.

Por cierto, quienes se destacan por pensar que la quejas o consultas de los clientes se basan en una mentira son los encargados de atender al público en las grandes corporaciones de software. Los errores que reportamos no pueden haber ocurrido, ese inconveniente que tenemos no está pasando, lo estamos imaginando. Cada prueba que les demos, incluso mediante el envío de una imagen de la pantalla en el momento del problema, es contradicha contundentemente por el dogma, expresado en un lenguaje iniciático, de que ese programa no puede fallar. Quienes sufren el mal funcionamiento de un programa y se quejan de ello son acusados de herejía cuando no de franca apostasía.

Y ya hablando del lenguaje esotérico del soporte técnico, este léxico le dice quítate que a’i te voy al de un cardiólogo, un abogado fiscalista o un teólogo escolástico. Las soluciones de soporte técnico pueden ser más mágicas que una misa para evitar el purgatorio. Más de una vez un técnico de cable ha decidido en su inmensa sabiduría que me concederá parar de sufrir y que me va a “mandar un refuerzo de señal”. Este sacramento se puede recibir más de una vez, de hecho, se tiene que recibir cada dos o tres meses so pena de ver solamente televisión abierta. La preparación para recibirlo consiste en pasar media hora apretando botones del aparato telefónico en obediencia ciega a los dictados de voces de ultratumba, llegar por fin al taumaturgo con acento entre puertorriqueño, cubano y argentino, obedecer de nuevo órdenes como apagar y prender, desconectar y conectar, esperar cinco minutos y repetir el rito. Una vez que el mago constata que no estamos actuando por pura ociosidad, idiotez o ganas de quitarle su tiempo, enviará el refuerzo de señal y nos describirá una serie de interacciones entre seres sobrenaturales que ocasionaron nuestra excomunión del entretenimiento y la información. Todavía habrá que ser pacientes y no hacer nada con la tele por algunos minutos hasta que el poder del profesional de soporte técnico se manifieste en nuestra pantalla.

En cuanto a la capacidad de soportador técnico para hacernos felices o miserables, mis experiencias más ilustradoras vienen del mundo de la telefonía celular. Estos trabajadores pueden hacernos pensar que estamos dementes cuando afirman con desparpajo todo lo contrario de lo que leímos en el sitio de Internet de su empresa en relación a las capacidades de un celular, a los componentes de un plan de contratación o a nuestros adeudos. No sólo nuestra incipiente competencia tecnológica se va desmoronando, sino también esa habilidad adquirida en nuestra infancia y cuyo dominio damos por descontado, la de leer, es descalificada con toda seguridad por el técnico. En esos momentos también se nos puede ocurrir que tienen razón todos esos correos electrónicos que nos advierten sobre genios maléficos de la informática que tratan de controlar nuestras computadoras. Sí, todo indica que uno de ellos se metió a nuestra portátil y falsificó justo la página que queríamos consultar. La mejor forma de superar este estado de incertidumbre y de paranoia es lograr que nuestro asesor se asesore con el compañero que tiene a su lado en el mostrador. Cuando empiecen a contradecirse entre ellos nos daremos cuenta de que no estamos locos.

En todo caso, para que eliminen un cargo injustificado, nos habiliten una función que hemos contratado o simplemente reconozcan que existimos como clientes, dependemos de los profesionales de soporte técnico. Lo que ellos aten en el mostrador o en la línea telefónica quedará atado en nuestra computadora, televisor o celular, lo que no, no. Por todo esto, los humildes clientes tenemos respeto y miedo por los técnicos de soporte a los que casi nunca vemos cara a cara. Los evitamos tanto como podemos pero más temprano que tarde, de buena o mala gana, recurrimos a ellos. Recuerdo que en uno de mis empleos, hace unos veinte años, el soporte técnico ordinario en materia de cómputo nos lo dábamos los compañeros de trabajo pues sabíamos que así solucionábamos nuestros problemas con mayor rapidez y eficacia. Sólo llamábamos a los técnicos cuando ya habíamos agotado nuestros conocimientos, experiencia y corazonadas colectivos. Y los convocábamos no tanto por confianza en que ellos nos darían la respuesta necesaria sino con el supuesto de que el aparato descompuesto o una de sus partes ya estaba perdido y que la única forma de conseguir que nos lo renovaran sería con el dictamen de los de soporte técnico.

Bueno, el hecho es que ahora la trilogía de profesionales necesarios en la vida es una tetralogía, que no tengo ni un amigo en este campo del soporte técnico y que necesito al menos tres: para cable, telefonía fija/Internet y telefonía celular. Como ya dije, me siento incompleto. Si un profesional de soporte técnico quiere ser mi amigo, puede encontrarme en Facebook.

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Número equivocado

Era el año 1999, el del primer teléfono celular. El primero en mi vida, quiero decir. Era marzo o abril de ese año y yo tenía una hija casi recién nacida y otros dos debajo de los cinco años. Por experiencia sabía que en cualquier momento podía surgir una emergencia: que le subiera la temperatura a la bebé, que le dieran cólicos o, peor, que se le acabaran los pañales. Necesitaba que me pudieran localizar rápidamente si se necesitaba algo: medicinas, pañales o fórmula láctea. A pesar de que los celulares me habían parecido hasta entonces un instrumento de ostentación, creí conveniente comprar uno para, en caso de una emergencia, estar siempre localizable. Sí, fui ingenuo, pensaba que ese aparatito realmente me mantendría siempre al alcance. Si hoy en día las famosas «Ã¡reas de servicio» fluctúan caprichosamente, hace once años eran de plano evasivas.

Mi primer equipo celular era de esos que se abren para usarlos (¿tipo polvera, les dicen?). Eso me resultaba un poco incómodo pero era relativamente bonito y pequeño (no quería cargar los ladrillos que solían verse en ese entonces). No sé cuántas llamadas hice o recibí en la primera semana con celular, no creo que hayan llegado a diez en total. La mayoría de ellas pasó a la categoría de llamadas perdidas o terminaron en el buzón de voz porque no había señal o porque yo tardaba mucho en contestar. No estaba acostumbrado a la compañía del teléfono móvil y se me olvidaba qué significaba esa vibración en mi bolsillo. Lo curioso es que, de esas diez llamadas, cuatro fueron equivocadas y que, al pasar al buzón, tuvieron consecuencias funestas, aunque no para mí.

La primera vez que vi en la pantalla del teléfono que tenía un mensaje de voz me inquieté, pensé que era una emergencia de casa. Presioné el botón que debía llevarme al buzón de voz para escuchar el mensaje. Para mi sorpresa y alivio, una voz femenina, joven y cariñosa me decía, por error, palabras más, palabras menos: «te extraño mucho, pero ya vas a llegar, te amooo». «Número equivocado», pensé, y colgué.

Un poco más tarde ese mismo día, había otro mensaje en mi buzón. «Mi vida, ¿a qué hora sales? Estoy en la estética y después me voy a arreglar para que me veas muy bonita. No quiero que lleguemos tarde a la boda de mi prima, ¿no se te olvidó, verdad?». También le hacía saber que estaba ansiosa por presentarlo a su familia. Iba a presumir a su nuevo novio y parecía muy confiada en que causaría una gran impresión. Hizo además un par de comentarios sobre las habilidades amatorias del muchacho que me hicieron sonrojar. Me llamó la atención que se equivocara por segunda vez consecutiva pero supuse que el joven no tardaría en llamar a su amada y en sacarla del error.

No fue así. Yo no contestaba las llamadas a tiempo. Entre darme cuenta de que el aparato estaba vibrando (siempre me ha disgustado la irrupción del tono de un celular), sacarlo del estuche, abrirlo y presionar el botón Send me tardaba tanto que quienes me estaban llamando colgaban o terminaban escuchando «este es el buzón de voz de cinco, cinco, tres, uno, cuatro, dos, nueve, cero, seis, seis, deje su mensaje». Por eso obtuve una tercera grabación. La muchacha se oía nerviosa. «Ya estoy lista, ¿eh? ¿Ya bajaste del avión? ¿Pasas por mí o paso por ti?». Estaba impaciente. De seguro no quería llegar sola a la boda después de haber anunciado a un partidazo. Consideré unos segundos la posibilidad de marcarle y decirle que sus anteriores mensajes no habían alcanzado su destino. No lo hice.

Por cuarta ocasión oí la voz de Lila (le doy un nombre porque a estas alturas ya creo que puedo dejar de llamarla «muchacha» y referirme a ella con más confianza), ahora borracha: «Â¿Qué te pasó hijo de la… Aquí me tienes de tu p… Qué poca madre tienes, c…» y lindezas por el estilo. Podía escuchar la orquesta y el murmullo de los asistentes detrás de la furia de Lila. Seguramente se había sentido ridícula al aparecer en la boda sin el previamente publicitado galán. «Ya me lo sospechaba, Lila soñando otra vez», pudo haber dicho, despreciativa, una de sus primas. Y Lila se desquitó con mi buzón de voz. Después de maldecir al ausente con toda la desenvoltura que facilita la ebriedad colgó. No supe más de ella. ¿Volvió a intentar ponerse en contacto con su novio? ¿La llamó él y ella no le tomó la llamada? ¿Se aclaró todo y fueron muy felices?

Me pregunté entonces y me he vuelto a preguntar después, por qué no llamé a Lila para avisarle de su error. En primer lugar, me respondo que aquello me parecía un claro error de dedo, no concebía que ella tuviera mal registrado el número de su novio, así que nunca preví el desenlace. Pero, ante todo, no la llamé por discreción. Yo no debía saber lo que sabía y pensé que ella pasaría por una gran vergüenza al darse cuenta de que me había revelado intimidades. Yo pasaría por chismoso. Recuérdese que se trataba de la era pre-Facebook. En ese entonces uno no tenía acceso a todo tipo de detalles y chismes de los amigos de los amigos (y de completos desconocidos) y mucho menos se sentía con derecho a decir «me gusta» o «súper, los amo, XD», cuando alguien daba a conocer a los cuatro vientos (perdón por el anacronismo de la expresión) que estaba con su pareja dándole de comer a los patos en Chapultepec.

Tal vez la discreción, ese componente de la buena educación, según mis padres, no es una virtud en la época de la comunicación multimodal y omnipresente, en un mundo con celulares, Facebook y Twitter.

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La universidad del Siglo 21: un nuevo tronco común

¿Qué debe saber una persona educada del Siglo 21? La revista Wired, en su número de octubre ofrece una respuesta a esa interrogante a través de un hipotético catálogo de cursos de la Wired University para el no lejano semestre de Otoño 2011. Un poco en broma y muy en serio, los siete cursos que proporcionarán un «aprendizaje superior para humanos altamente evolucionados» (dice Wired en la presentación del catálogo) son:

  1. Alfabetismo estadístico (Statistical Literacy). Para entender a un mundo impulsado por datos y también por su manipulación.
  2. Diplomacia post-estatal (Post-state Diplomacy). Para comprender una política sin estado, con nuevos líderes y demarcaciones.
  3. Cultura de la remezcla (Remix Culture). Para aprender a crear arte a partir del arte existente.
  4. Cognición aplicada (Applied Cognition). Para aprender a hacer que la mente trabaje para uno.
  5. Escritura para nuevas formas (Writing for New Forms). Para aprender a escribir ideas relevantes con 140 caracteres o menos. En general, para poder adaptar los mensajes a los diferentes formatos requeridos por los diferentes destinatarios: humanos y cibernéticos.
  6. Estudios del Desperdicio (Waste Studies). Para aprender a ser un «consumidor, inversionista y conservador más inteligente».
  7. Tecnología doméstica (Domestic Tech). Para aprender a «aplicar la ciencia dura y la ingeniería a la vida cotidiana».

¿Son estos conocimientos peculiares de nuestra época o siempre hemos necesitado de ellos? ¿O tal vez sí los hemos necesitado y han existido desde hace décadas o siglos pero tienen modalidades propias del Siglo 21?

En todo caso, yo añadiría, si no una materia, algo que engloba una habilidad tanto como una actitud, y que podría ser transversal a varios de estos cursos: el escepticismo. Su utilidad: identificar los sofismas estadísticos, los supuestos nuevos líderes, los plagios disfrazados de remezclas, la charlatanería seudocognitiva, los estilos de escritura resucitados y adaptados al límite de caracteres en lugar de palabras (¡los twitteros no saben que existió -y existe- el telégrafo!), las medias verdades ecológicas y las falacias de algunos supuestos tecnólogos visionarios.

¿Y tú qué crees que debe saber una persona educada en este siglo? Deja tus comentarios más abajo.

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¿Maestros reemplazados por computadoras?

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¿Puede la nube reemplazar a los maestros? Me encontré esta provocadora pregunta en el sitio Cloud Hacks. La autora del blog, Gina Clifford se plantea la cuestión de si los maestros son obsoletos en esta época de Google, Wikipedia y Skype (sí, la “nube” en este caso no es una de esas masas productoras de lluvia que vemos en el cielo, ni el lugar a donde van con frecuencia los alumnos cuando la clase está aburrida, ni tampoco es una referencia al libro místico medieval La nube del no-saber). La pregunta de Clifford surge de ver un video donde Sugata Mitra, profesor de Newcastle University, en el Reino Unido, relata sus experimentos para ayudar a aprender a niños por sí mismos con la ayuda de computadoras e Internet.

En pocas palabras (para más palabras, vean el video que está arriba), el profesor Mitra muestra cómo diferentes grupos de niños (la mayoría de ellos pertenecientes a sectores que se podrían describir como marginados con servicios educativos deplorables) obtienen nuevos conocimientos y desarrollan algunas habilidades a través de Internet. En algunos de sus experimentos los niños reciben la ayuda más o menos ocasional de personas voluntarias que no son profesionales de la educación, por ejemplo, una joven contadora que vive en el barrio o ancianas con acceso a Internet. Los sujetos de los experimentos siempre trabajan en grupos.

Los resultados, a primera vista, son asombrosos. Niños que sin conocimiento previo de una computadora aprenden en pocas horas a usar las aplicaciones incluidas en Windows; otros que (en cuestión de días) aprenden a navegar por la web y a descargar aplicaciones que usan para entretenimiento o fines escolares; escolares italianos que responden en italiano preguntas planteadas en inglés, idioma que no conocen.

Sugata Mitra saca conclusiones como que “los niños van a aprender a hacer lo que quieren aprender a hacer” o que “los niños pueden aprender a usar las computadoras y el Internet  independientemente de quiénes son o dónde están”. También destaca la importancia del trabajo en grupo. Para sustentar sus conclusiones hace referencia a vagos resultados en pruebas (no da más información para valorar la calidad de estos instrumentos) pero, sobre todo, a anécdotas llenas de hipérboles. Por ejemplo, dice que, gracias a Internet, unos niños llegaron al corazón de hinduismo en quince minutos. ¿Qué quiere decir “llegar al corazón” de un conocimiento”? En quince minutos no se puede hacer mucho más que leer las ideas más generales respecto de cualquier cosa.

La conclusión final (que Mitra considera su hipótesis a probar en el futuro) es que “la educación es un sistema auto-organizado en el cual el aprendizaje es un fenómeno emergente”.

Si uno se fija bien, los resultados no son tan asombrosos y las conclusiones no son tan novedosas. Primero lo novedoso. Que se aprende mejor a partir del interés de los educandos, que el grupo es un factor del aprendizaje y que la libertad potencializa el aprendizaje son cosas que se saben desde hace siglos y que se han formalizado en libros de didáctica desde hace décadas, por lo menos. También son ideas que los buenos maestros han puesto en práctica desde siempre.

Los resultados no son tan asombrosos pues, como suelen decir quienes trabajan con niños, son niños, no tontos. En el caso de los niños italianos, la estrategia que siguen es ingeniosa: traducen las preguntas del inglés al italiano a través de Google, con esos términos buscan en Google la respuesta, la leen y ¿la muestran?, ¿la explican? (eso nunca lo dice Mitra) al investigador. Sí, una estrategia ingeniosa (y muy rescatable) pero no significa que los niños aprendieron inglés ni que comprendieron del todo lo que Google arrojó.

En cuanto a que la educación es un sistema auto-organizado, en primer lugar, Mitra se preocupó en su exposición por destacar que los niños aprendieron solos o casi solos. ¿Qué entiende entonces por educación? ¿Se refiere al proceso social en el que unos actúan como maestros (facilitadores o como se les quiera llamar) y otros como educandos? ¿Quiso decir en realidad aprendizaje (que no está limitado al mencionado proceso social), no educación? Si la educación es un sistema auto-organizado, ¿qué consecuencias se siguen? ¿No ha revisado la literatura existente al respecto? Quizá está inventando el hilo negro.

Con los párrafos anteriores quise relativizar las afirmaciones triunfales que Mitra hace en el video. En todo caso, más allá de las exageraciones e imprecisiones, Mitra ha mostrado formas concretas en que la tecnología puede ayudar a mejorar la educación, y eso me parece muy valioso y digno de ser revisado, mejorado y aplicado. Me propongo buscar sus artículos especializados en los que espero otro tono y más sistema. Mientras tanto, a partir de la mencionada relativización también quiero extraer algunos elementos del video que me parecen interesantes.

En primer lugar , los niños no estaban absolutamente solos. Y no me refiero a los voluntarios no profesionales. Ante todo, hubo un Sugata Mitra que les llevó las computadoras y la Internet y que, poco o mucho, interactuó con ellos. Además, estuvo toda esa información que contenían los equipos o que puede obtenerse en la red. Finalmente, las computadoras, sus programas y la red, dan retroalimentación a quien las usa. Es decir, si uno teclea una palabra en Google, Google da una respuesta: se encontró el término o no, la cantidad de sitios en los que aparece la palabra y los enlaces a los sitios. Si se trata de una aplicación, ciertas acciones del usuario tendrán un resultado y otras tendrán otros resultados, no da lo mismo. Estar solo en términos educativos es no tener acceso a información ni a retroalimentación acerca de si lo que hemos comprendido o hemos hecho es lo correcto. La disyuntiva no está entre la escuela formal y unos niños en una situación irreal de aislamiento (Mitra nunca habla en el video de otros factores que pueden haber influido en lo que encontró, como la familia y los medios masivos de comunicación, o los mismos maestros ordinarios, en algunos de sus experimentos).

En segundo lugar, en algunos de los experimentos, si bien no se puede hablar de una mejora medida científicamente, parece ser que los maestros de los niños (cuando los había) reconocieron un cambio en sus alumnos. Con base en lo que Mitra presenta en el video, sus experimentos no parecen haber echado mano de principios educativos novedosos, como ya dije. Entonces, ¿por qué los maestros no habían podido propiciar en sus estudiantes resultados similares? Me aventuro a decir que la razón es que no habían aplicado esos principios: partir del interés de los educandos, aprovechar los recursos grupales, allegar información a los niños y ayudarlos a aprovecharla, dar libertad para que el aprendizaje genere mayor interés por aprender, etc. En ese sentido, parece sensata la afirmación del autor de ciencia ficción Arthur C. Clarke, quien también aparece en el video: “cualquier maestro que pueda ser reemplazado por una computadora, debe ser reemplazado por una computadora” (traducción libre de un servidor).

Es decir, la pregunta con la que se inicia este texto (¿puede la nube -o las computadoras- reemplazar a los maestros) se puede responder así: sí, si los maestros son malos. Si los maestros son buenos (al menos los maestros de niños, en otras etapas la respuesta puede ser diferente), sólo podrán ser reemplazados cuando un buen maestro previamente programe a la computadora para que haga lo que hace un buen maestro: hacer aflorar la experiencia y los conocimientos preexistentes de los educandos, escuchar, provocar, impulsar, ayudar al estudiante a saber cuándo se equivocó y cuándo acertó (esto es, evaluarlo y ayudarlo a auto-evaluarse), detectar situaciones grupales que reducen la confianza y limitan el aprendizaje y, sobre todo, mostrar confianza en la capacidad del educando.

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