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El amor por Caifanes

Ayer asistí con mi hijo al concierto de la banda mexicana de rock Caifanes. Yo conocí y disfruté varias de sus canciones a fines de los ochenta y principios de los noventa, aunque nunca fui gran fan. Quizá eso me permitió tomar distancia y ver lo que vi ayer.

Una vez que los asistentes se tranquilizaron al escuchar que sus familiares en casa estaban bien después del temblor o se resignaron a que no sabrían de ellos hasta que la red celular estuviera restablecida, presencié una multitud que cantó cada una de las interpretaciones del grupo con tal volumen que la voz del vocalista, Saúl Hernández, difícilmente se apreciaba. Por lo demás, él y sus compañeros parecían encantados con eso, con que sus fans se supieran todas las letras y las cantaran con tal vehemencia. Se oían todo tipo de expresiones admirativas, algunas emitidas con toda la intención de exagerar (como un “Saúl, soy tu hijo”) pero reveladoras del amor que el público tiene por este quinteto. La exageración parecía surgir del hacerse conscientes de esa pasión desbordada.

Dije amor por la banda y creo que eso, más que admiración, es lo que los asistentes de ayer profesan por Caifanes. Si bien no he ido a muchos conciertos, he disfrutado suficientes presentaciones de figuras del espectáculo, tanto individuos como grupos, para decir que esa efusividad no es lo ordinario. Nunca antes había visto una devoción exaltada y generalizada como la de ayer, quizá sólo en la lucha libre, donde es más efímera, dura sólo las dos horas de la función. En cambio, el conocimiento de la trayectoria y la producción del Caifanes que evidenciaron al menos los que tenía a mi alrededor es algo que han venido acumulando por años y que parece inspirar sus enamoramientos y decepciones, al igual que sus reflexiones existenciales y hasta políticas. Me imagino que la relación de Caifanes con sus fans chilangos es, guardadas las proporciones debidas, la que los Beatles tenían con la población de Liverpool.

Por su parte, los Caifanes se preocuparon por evidenciar más de una vez la reconciliación que ha hecho posible que se presenten de nuevo ante sus fans desde este 2011. Las manifestaciones de afecto entre ellos eran festejadas por el público igual que un hijo celebraría la reunión de sus padres divorciados.

La fiesta terminó con la satisfacción manifiesta en los rostros de quienes dejaban el Palacio de los Deportes, en sus conversaciones, en las compras de recuerdos, una playera, una fotografía o un disco pirata.

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Los «grados» de separación en Facebook

Esta idea de que en lugar de seis, son 4.7 los contactos entre dos personas cualesquiera en el mundo ha sido mal entendida y sobrevalorada.

En primer lugar, la cifra de los 4.7 llamados «grados de separación» se refiere a los usuarios de Facebook, lo que no es una gran sorpresa. Si hiciéramos algo así con los aficionados al Guadalajara, los suscriptores de Teléfonos de México o los ex-alumnos de los jesuitas, la cifra muy probablemente sería menor. No es que la tecnología nos acerque (que sí lo hace pero no es la explicación de este dato), se trata de algo más simple: si 721 millones de personas se suscriben a Facebook y lo hacen para comunicarse con sus amigos, es lógico que haya más proximidad entre esos usuarios que entre el total de la población mundial.

Además hay que recordar que, de alguna manera, ese tipo de estadísticas son promedios. No es que los 4.7 o los seis pasos se cumplan en cada par de personas de Facebook o del mundo, algunos estarán separados por dos pasos, otros por decenas. El estudio de Facebook se basa en una población en la que supuestamente no hay barreras, cualquier amigo es igual de amigo para el conteo. Por supuesto, esas personas que aparecen como amigas, con frecuencia no se conocen realmente o no estarían dispuestos a que algunos de esos amigos tuvieran que ver con ellos algo más que ver sus fotos de vacaciones y sus anuncios de que entraron a cierto restaurante.

El otro día un comentarista dijo que conforme más personas se suscribieran a Facebook la cifra disminuiría. Habría que hacer cálculos (que desgraciadamente exceden mi conocimiento de las matemáticas), pero, en principio, tengo la impresión de que la distancia entre los usuarios no variará por el mero incremento de usuarios sino por la cantidad de vínculos (amigos) que ellos establezcan. La tecnología posibilita el acercamiento pero no acerca por sí misma, nos necesita a nosotros.

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Soporte al técnico

Mi papá solía decir que uno debía tener entre sus amigos un médico, un abogado y un sacerdote. Él quería decir que así se contaría con alguien de confianza a la hora de problemas de salud, legales o espirituales. El médico acudiría presto en respuesta a nuestros gritos de dolor, el abogado nos sacaría del bote al que fuimos a parar injustamente (esta posibilidad existe mucho antes de la filmación de Presunto culpable) y el sacerdote nos asesoría en las grandes decisiones de la vida, además de celebrar esa misa que suele seguir a algunas grandes decisiones.

Siempre he estado de acuerdo con mi papá. Las tres profesiones en las que él recomendaba tener amigos detentan una autoridad proveniente de unas técnicas especializadas, un lenguaje esotérico y un licenciamiento muy estricto, autoridad que puede producir grandes beneficios a los clientes de estos profesionales pero también puede someterlos y perjudicarlos de varias maneras. Los legos tenemos hacia ellos una mezcla de respeto y miedo. Por su poder pueden (o pensamos que pueden) enviarnos al cielo o al infierno terrenos y ultraterrenos (los abogados y sacerdotes) o ponernos en la puerta de uno de esos destinos (los médicos). Por eso es tan deseable contar con profesionistas de estas áreas en cuya capacidad y honestidad podamos confiar.

Mi papá tuvo mucha suerte. Además de ser médico, estar casado con una médico y gozar del afecto de muchos de sus colegas, tuvo varios amigos abogados y sacerdotes. A mí no me ha ido nada mal. En mi familia ampliada hay de todo, incluso combinaciones: sacerdotes (o sacerdotes en retiro) médicos, sacerdotes abogados y abogados con carrera trunca en sacerdocio, incluso abogados con, por decirlo de alguna manera, carrera técnica en sacerdocio. Por su parte, todos mis amigos médicos tienen algo de sacerdotes. Uno de mis cuates abogados, notario, además de dar fe, da esperanza y caridad (diría Marco A. Almazán).

Pero el consejo paternal es insuficiente o, mejor dicho, no está actualizado. Data más o menos de los años 80 del siglo pasado y el mundo ha cambiado. Mi padre no previó el surgimiento de otra profesión u ocupación con características muy similares a las tres de marras cuya influencia en la vida contemporánea es central: el profesional de soporte técnico. No tengo ningún amigo en ese gremio y me siento incompleto. (Aclaro, en caso de que me estén leyendo mis amigos ingenieros en electrónica y licenciados en sistemas, algunos también bastante sacerdotales, que no los estoy ignorando, pero lo que ellos hacen, la ayuda en materia tecnológica que me han dado y dan a otras personas más allá de lo que podemos agradecer, es algo distinto a lo que comentaré a continuación, es otra cosa, pues).

Antes de seguir, admito que “soporte técnico” suena feo, pero esa es la traducción de technical support que se ha impuesto en español. También entiendo que no se trata de un solo tipo de profesional, seguramente entre ellos hay ingenieros, licenciados en sistemas, diseñadores y gente sin una carrera propiamente dicha. Por supuesto, tampoco hay un proceso de certificación tan riguroso como, por ejemplo, el de los médicos (eso es parte del problema). Las semejanzas clave del ejercitante del soporte técnico con abogados, sacerdotes y médicos son las técnicas especializadas, el lenguaje esotérico y la capacidad para hacer a los comunes mortales felices o infelices. Por lo demás, los encargados de soporte técnico superan a los otros profesionistas en la amplitud de su presencia en la vida diaria. Pueden pasar meses y hasta años para que yo tenga que recurrir a uno de mis amigos en su calidad de sacerdote, médico o abogado, pero cada mes o con más frecuencia tengo que enfrentarme (sí, en todos los sentidos: estar frente a frente, estar ante un peligro y estar con un enemigo) con alguien de soporte técnico: en la compañía de teléfonos, en la de cable, en la de telefonía celular, en la fabricante de computadoras o programas para ellas, en la oficina, etc.).

Las técnicas propias de los profesionales del soporte técnico van del sentido común a la superespecialización, del “salirse y volver a entrar” (esto es, apagar la computadora y encenderla de nuevo) a hacer complejas reconfiguraciones de software y hardware. Lo malo es que suelen presentar el sentido común a los clientes como un conocimiento sofisticado, esotérico, cuando lo único que hacen es oprimir un par de teclas para resolver el problema, pero, eso sí, cuidando que sus dedos queden ocultos para que los legos no vayamos a intentar aquello reservado a los consagrados. Y por otra parte, cuando se necesitan las técnicas especializadas, estas parecen ser desconocidas para ellos o los técnicos las quieren hacer pasar como sentido común: ¿a quién no le ha dicho un profesional de soporte técnico, después de explicar con toda confusión un diagnóstico y la solución propuesta, “¿de acuerdo?”, como si uno tuviera los elementos para avalar la decisión?

Quizá la razón de no conocer o no usar conociéndolas las técnicas especializadas es que los de soporte técnico parecen tener como máximas “el que me llama es un idiota” y “el problema que me presenta, si existe, necesariamente es uno de los cinco que tengo en mi protocolo de atención”. Entiendo bien que ante la llamada de un cliente sin señal de Internet, lo primero es descartar lo obvio: el módem está apagado, desconectado de la red o requiere una contraseña olvidada. Pero insistir en ello después de una hora de llamada efectiva (posteriores a treinta minutos de espera) tiempo en el que uno describió con todo detalle el contratiempo y lo que ha hecho para solucionarlo y ha repetido la descripción tantas veces como haya sido necesario para que el del otro lado de la línea se convenza de que uno no está mintiendo, es francamente desesperante.

Por cierto, quienes se destacan por pensar que la quejas o consultas de los clientes se basan en una mentira son los encargados de atender al público en las grandes corporaciones de software. Los errores que reportamos no pueden haber ocurrido, ese inconveniente que tenemos no está pasando, lo estamos imaginando. Cada prueba que les demos, incluso mediante el envío de una imagen de la pantalla en el momento del problema, es contradicha contundentemente por el dogma, expresado en un lenguaje iniciático, de que ese programa no puede fallar. Quienes sufren el mal funcionamiento de un programa y se quejan de ello son acusados de herejía cuando no de franca apostasía.

Y ya hablando del lenguaje esotérico del soporte técnico, este léxico le dice quítate que a’i te voy al de un cardiólogo, un abogado fiscalista o un teólogo escolástico. Las soluciones de soporte técnico pueden ser más mágicas que una misa para evitar el purgatorio. Más de una vez un técnico de cable ha decidido en su inmensa sabiduría que me concederá parar de sufrir y que me va a “mandar un refuerzo de señal”. Este sacramento se puede recibir más de una vez, de hecho, se tiene que recibir cada dos o tres meses so pena de ver solamente televisión abierta. La preparación para recibirlo consiste en pasar media hora apretando botones del aparato telefónico en obediencia ciega a los dictados de voces de ultratumba, llegar por fin al taumaturgo con acento entre puertorriqueño, cubano y argentino, obedecer de nuevo órdenes como apagar y prender, desconectar y conectar, esperar cinco minutos y repetir el rito. Una vez que el mago constata que no estamos actuando por pura ociosidad, idiotez o ganas de quitarle su tiempo, enviará el refuerzo de señal y nos describirá una serie de interacciones entre seres sobrenaturales que ocasionaron nuestra excomunión del entretenimiento y la información. Todavía habrá que ser pacientes y no hacer nada con la tele por algunos minutos hasta que el poder del profesional de soporte técnico se manifieste en nuestra pantalla.

En cuanto a la capacidad de soportador técnico para hacernos felices o miserables, mis experiencias más ilustradoras vienen del mundo de la telefonía celular. Estos trabajadores pueden hacernos pensar que estamos dementes cuando afirman con desparpajo todo lo contrario de lo que leímos en el sitio de Internet de su empresa en relación a las capacidades de un celular, a los componentes de un plan de contratación o a nuestros adeudos. No sólo nuestra incipiente competencia tecnológica se va desmoronando, sino también esa habilidad adquirida en nuestra infancia y cuyo dominio damos por descontado, la de leer, es descalificada con toda seguridad por el técnico. En esos momentos también se nos puede ocurrir que tienen razón todos esos correos electrónicos que nos advierten sobre genios maléficos de la informática que tratan de controlar nuestras computadoras. Sí, todo indica que uno de ellos se metió a nuestra portátil y falsificó justo la página que queríamos consultar. La mejor forma de superar este estado de incertidumbre y de paranoia es lograr que nuestro asesor se asesore con el compañero que tiene a su lado en el mostrador. Cuando empiecen a contradecirse entre ellos nos daremos cuenta de que no estamos locos.

En todo caso, para que eliminen un cargo injustificado, nos habiliten una función que hemos contratado o simplemente reconozcan que existimos como clientes, dependemos de los profesionales de soporte técnico. Lo que ellos aten en el mostrador o en la línea telefónica quedará atado en nuestra computadora, televisor o celular, lo que no, no. Por todo esto, los humildes clientes tenemos respeto y miedo por los técnicos de soporte a los que casi nunca vemos cara a cara. Los evitamos tanto como podemos pero más temprano que tarde, de buena o mala gana, recurrimos a ellos. Recuerdo que en uno de mis empleos, hace unos veinte años, el soporte técnico ordinario en materia de cómputo nos lo dábamos los compañeros de trabajo pues sabíamos que así solucionábamos nuestros problemas con mayor rapidez y eficacia. Sólo llamábamos a los técnicos cuando ya habíamos agotado nuestros conocimientos, experiencia y corazonadas colectivos. Y los convocábamos no tanto por confianza en que ellos nos darían la respuesta necesaria sino con el supuesto de que el aparato descompuesto o una de sus partes ya estaba perdido y que la única forma de conseguir que nos lo renovaran sería con el dictamen de los de soporte técnico.

Bueno, el hecho es que ahora la trilogía de profesionales necesarios en la vida es una tetralogía, que no tengo ni un amigo en este campo del soporte técnico y que necesito al menos tres: para cable, telefonía fija/Internet y telefonía celular. Como ya dije, me siento incompleto. Si un profesional de soporte técnico quiere ser mi amigo, puede encontrarme en Facebook.

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Censura y ética: el asunto Aristegui/MVS

Como muchos mexicanos repudio la censura aplicada a Carmen Aristegui por la empresa MVS. Sin embargo, creo que no comparto con muchos de esos mexicanos la caracterización de lo ocurrido. No creo que la terminación de la relación laboral de Aristegui y MVS por parte de esta última sea una acción injusta ante un comportamiento profesional, ético y valiente de la conductora. Creo que es una reacción incongruente y desproporcionada ante un comportamiento no del todo profesional y ético de parte de Aristegui.

En defensa de Carmen Aristegui se ha dicho que sólo hizo una pregunta, nada más pidió al Presidente aclarar algo y que eso no es una acusación. Es cierto, Aristegui no acusó de alcohólico a Calderón, pero sí lo puso en calidad de sospechoso con base en lo que se dice en las redes sociales y en lo expresado por una manta colocada en el Congreso por el diputado Fernández Noroña y otros congresistas del Partido del Trabajo. Es decir, asumió que el Presidente debe presentar pruebas de su salud porque circula un rumor en un medio donde predomina el anonimato y porque un no anónimo barbaján dice que Calderón es alcohólico. Ella misma dijo en su programa “no podemos corroborar (el rumor), no hay información específica, por lo menos, que nosotros dispongamos de ella”. Como señala Raymundo Riva Palacio en Eje Central, no se le ocurrió pedir pruebas a los acusadores, como hasta en nuestra deficiente práctica judicial se hace. Tampoco pensó en, antes de pedir aclaraciones a la Presidencia, tomarse la molestia de conducir una investigación periodística: entrevistar personas presentes en actos del Presidente, revisar videos, correlacionar acciones, etc. Eso no es algo demasiado difícil, es posible obtener filtraciones hasta de la salud de Fidel Castro.

Creo que esa conducta no es profesional, pero tampoco inusual en Carmen Aristegui. Ella con frecuencia toma rumores o, sobre todo, sus propias conjeturas (y sus conjeturas sobre sus conjeturas) para hacer “análisis” y señalar personas como posibles responsables de acciones reprobables o para plantear la existencia de problemas con poca sustancia. Es más, creo que este caso de uso inapropiado de suposiciones no es el más grave que se le puede encontrar. Por estas dos razones, porque no es la primera vez que Aristegui infla notas y porque en esta ocasión lo hizo de manera más leve que de costumbre, me parece que la respuesta de MVS fue incoherente y desproporcionada. Hasta ahora, el estilo Aristegui les traía audiencia y estaban contentos. Sólo ahora, cuando se ve afectado el Presidente, se le ocurrió a los directivos de la empresa llamarle la atención y, finalmente, despedirla. No parece haber una verdadera preocupación por la ética periodística, más bien hay una cobardía que los lleva a censurar lo que en otros momentos toleraron.

Pero es obligado decir que inflar los rumores y las suposiciones para obtener notas escandalosas es una práctica muy común en el periodismo, Aristegui y MVS no son los únicos. Algunos medios, como Proceso, han hecho de esa práctica toda una disciplina. Por nuestra parte, los lectores y audiencias tendemos a aprobar noticias y editoriales cuando señalan a alguien que nos disgusta y a descalificarlos cuando atacan a quien respetamos, con independencia de los datos y los razonamientos. Los medios menos críticos (quiero decir los que menos usan criterios explícitos y consistentes para opinar) suelen denostar y alabar a las figuras y a las políticas adecuadas para tener contento a su público y a sus aliados políticos. Así se mantiene un círculo vicioso que, por supuesto, no ayuda a informar objetivamente ni a fomentar la crítica en la ciudadanía.

Se puede objetar a lo que acabo de expresar que cuando se escribe o se conduce un programa todos los días y cuando se tiene que procesar información con rapidez para ofrecerla al público, es difícil trazar con precisión la línea que separa los hechos estrictos de las suposiciones probables pero eso no es una excusa para dejar de preocuparse por ello en aras de atraer lectores u oyentes. El ser una figura consagrada tampoco otorga la infalibilidad a los periodistas.

A propósito de esto último, me llama la atención que varios de los editorialistas que han criticado a MVS por despedir a Aristegui incluyen en sus artículos una frase del estilo de «estemos o no de acuerdo con la forma en que Carmen Aristegui manejó la noticia, MVS hizo mal en despedirla…». Parece que ellos mismos se censuran ante esta popular periodista. ¿Por qué no decir abiertamente si están de acuerdo o no con el tratamiento que ella hizo de la nota sobre la manta petista en la Cámara de Diputados? ¿No enriquecería el trabajo de los periodistas en general? ¿O es que temen perder la simpatía de sus lectores si hacen notar una pequeña mancha en la carrera de Aristegui?

Finalmente, a pesar de estos comentarios críticos sobre Carmen Aristegui, no dejo de reconocer su trabajo en temas como los abusos de Marcial Maciel y la persecución a Lydia Cacho por parte de Mario Marín. Su labor en esos asuntos benefició a muchos, involucrados y ciudadanos en general, incluso fuera de México. En el primer caso, dio voz a víctimas largamente ignoradas y contribuyó a abrir el problema. En el segundo, además de ayudar a proteger a Cacho, su cobertura sirvió para evidenciar lo opresivo y brutal de un lenguaje (el de Mario Marín y Kamel Nacif) que los oyentes de un país tan machista como el nuestro podríamos haber encontrado inocuo y hasta chistoso. Carmen Aristegui ha tenido un lugar importante en la vida pública mexicana, espero que podamos ver lo mejor de ella.

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Por qué no leo revistas para hombres

Las revistas que se presentan como publicaciones para hombres ocupan áreas grandes de los puestos callejeros o de tiendas como Sanborns, abarcan sólo un poco menos de espacio que las revistas para mujeres. Los títulos son parte de la cultura popular: Maxim, GQ, Hombre, Men’s Health, Interviú, Playboy, por supuesto, y un largo etcétera. Sus temas principales son mujeres, sexo, política, pasatiempos, gastronomía, gadgets y moda. Este artículo se trata de por qué no me gusta leerlas.

No es que los temas mencionados no me interesen. Me interesan todos en mayor o menor medida (excepto la moda, lo cual sufren quienes tienen que convivir conmigo), lo que no me gusta es la manera en que son tratados en las revistas para caballeros. Calificaré a ese tratamiento con un adjetivo que quizá sorprenda al lector. Esas revistas me parecen cursis. Para aplicar este calificativo me atengo a las acepciones proporcionadas por la Real Academia Española (y las estiro un poquito):
1. adj. Se dice de un artista o de un escritor, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados.
2. adj. coloq. Dicho de una persona: Que presume de fina y elegante sin serlo. U. t. c. s.
3. adj. coloq. Dicho de una cosa: Que, con apariencia de elegancia o riqueza, es ridícula y de mal gusto.

Las revistas para hombres pretenden en vano ser atrevidas, eróticas y conocedoras de la música, la tecnología, la comida y el sexo. Lo que se obtiene es un producto de mal gusto. Me explico.

Los artículos sobre temas sexuales parecen extraídos a fuerza de la mente aburrida de un redactor en su escritorio, no ser producto de una experiencia, ni siquiera resultado de un saber teórico. Las recomendaciones para incrementar el disfrute son generalizaciones artificiales, las supuestas observaciones picantes son mera calentura adolescente y las descripciones de prácticas sexuales novedosas palidecen ante cualquier manual amatorio de siglos atrás.

Las reseñas de discos, libros y películas responden a machotes que no requieren el haber escuchado, leído o visto las obras reseñadas. Tratan de salir del paso con un par de comentarios burlones, si están en contra de la obra, o con hipérboles gratuitas tomadas de fuentes de similar cursilería, si quieren promoverla.

Los comentarios sobre instrumentos tecnológicos, los famosos gadgets, delatan a la primera el haber sido extraídos de los boletines de prensa de las compañías fabricantes.

De los artículos de la actualidad política y social, ya ni hablar.

Encima de todo, es frecuente que los redactores usen un tono de expertos que se dirigen a unos lectores ignorantes, reprimidos y sin sofisticación.

Claro que cuando las revistas masculinas tienen plumas invitadas, esos escritores y periodistas suelen ofrecer textos con temas diferentes a los que publican en revistas con un mercado más amplio pero con la misma calidad, por lo que casi siempre resultan interesantes. Pero un artículo no es suficiente para comprar toda la revista.

Sé que el lector debe estar pensando: ¿y las fotografías? Es obvio que el contenido central de las revistas que estoy criticando son las fotografías de mujeres en diferentes grados de desnudez, por lo que sería injusto evaluar estas publicaciones con base en lo que no es su fuerte. Bueno, si mis opiniones sobre los artículos fueron muy subjetivas, las que siguen lo son todavía más. Creo que la mayoría de las fotografías y reportajes fotográficos de las revistas en cuestión son también cursis. Ya no digo que pretendan ser eróticas o artísticas sin lograrlo. En general, pretenden ser simplemente excitantes o estimulantes sin conseguirlo tampoco.

No es que esas fotos muestren poca o mucha piel sino que muestran siempre a la misma mujer, al mismo molde, aunque las modelos sean diferentes. Siempre usan los mismos motivos, las mismas tomas, los mismos escenarios, la misma iluminación. Cuando quieren ser diferentes y ponerse artísticos, la cursilería gana. En lo personal, prefiero un reportaje fotográfico que dé acceso a diferentes facetas de una buena actriz que admiro, aunque se desprenda de pocas prendas, al de una desconocida cuyo único interés es el pie de foto según el cual tuvo su primera relación sexual con su primo a los quince años y no teme a experiencias nuevas, o al de una mujer que es sólo popular por los escándalos que provoca para vender sus fotografías sin ropa. Pero esos reportajes con una entrevista incisiva y una fotos reveladoras tanto del cuerpo como de la personalidad de una mujer no se encuentran frecuentemente en las revistas masculinas. ¿Son demasiado fuertes para ellas?

Otra vez, hay excepciones entre los diferentes números de estas revistas pero, ante el anuncio en portada de una sesión fotográfica prometedora prefiero mantener la cartera en el pantalón y ojear la revista en Sanborns o buscar algún buen samaritano que haya subido a su página web personal las imágenes y la entrevista que las acompaña.

Hay dos características más que me disgustan de las revistas para hombres, las cuales quizá no tienen tanto que ver con la cursilería. Una es la ausencia de índice o la dispersión de este a lo largo de varias páginas, además de que muchas de las páginas no tienen número, por lo que encontrar un artículo se vuelve una tarea detectivesca. El otro defecto tiene que ver con el elevado número de fotografías publicitarias de hombres que miran al lector fija y seductoramente para decirle cuál es la última moda en suéteres, pantalones o calcetines. Son tantas o más que las fotografías de mujeres en la misma actitud. ¿Que no eran revistas masculinas?

En fin, antes de terminar, mencionaré otra excepción a todo eso que no me atrae. Se trata de la revista SoHo, originada en Colombia y que acaba de lanzar el número 0 de su edición mexicana. Sus asuntos son los mismos que los de otras revistas para hombres pero su tratamiento es, por lo general, mucho mejor. La presencia de buenos escritores y periodistas no es esporádica sino regular, con una participación notoria de mujeres (ellas son lo que nos interesa a los hombres, sea que muestren su cuerpo o sus palabras, ¿no?).

Los artículos con tema sexual no están escritos desde la necesidad de crear un texto supuestamente lujurioso para vender ejemplares sino desde la experiencia, las ideas o las preocupaciones de los autores de uno y otro sexo (que pueden resultar bastante excitantes).

Cada número tiene un tema que se mueve entre lo novedoso, lo morboso y lo profundo: cómo es vivir con una prótesis (es decir, cualquier objeto que suple una parte o función corporal), cómo es la vida de los pordioseros que “trabajan” en las esquinas concurridas de una gran ciudad o qué se siente acudir a los practicantes de las diferentes ramas del esoterismo, entre otros. Un conjunto de plumas experimentadas revisa las diferentes caras de estos problemas con espontaneidad, humor y, por supuesto, buena escritura.

Las colaboraciones femeninas no hablan de la mujer desde la biología, la psicología o el feminismo (o sí, pero no exclusivamente) sino desde la particularidad de mujeres reales que no pretenden hacer generalizaciones fáciles sino sacudir a los hombres con humor y elegancia. Además hay cuentos, reflexiones políticas, reportajes sobre figuras públicas y púbicas y reseñas sin pretensiones pero informativas.

El punto más endeble, como en las otras revistas, es la fotografía de desnudos o semidesnudos pero, de todos modos, SoHo supera a sus competidores pues con más frecuencia que ellos ofrece fotorreportajes cuyo mérito radica, para mí, en que ni las modelos ni los fotógrafos se toman demasiado en serio. Los temas son juguetones: cómo sería un día en la vida de una actriz pero sin ropa (no sé si lo lograron con base en montajes o si lograron la colaboración del resto de los asistentes a un restaurante o supermercado), una entrevista doble a una modelo y a su madre, quien también posa semidesnuda, o una serie de fotografías con una periodista que por primera vez da otra cara.

Espero que SoHo México conserve las buenas costumbres de su hermana mayor colombiana y no se vea maniatada por un ambiente cultural en el que predomina lo solemne, lo pedante y lo mojigato.

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Número equivocado

Era el año 1999, el del primer teléfono celular. El primero en mi vida, quiero decir. Era marzo o abril de ese año y yo tenía una hija casi recién nacida y otros dos debajo de los cinco años. Por experiencia sabía que en cualquier momento podía surgir una emergencia: que le subiera la temperatura a la bebé, que le dieran cólicos o, peor, que se le acabaran los pañales. Necesitaba que me pudieran localizar rápidamente si se necesitaba algo: medicinas, pañales o fórmula láctea. A pesar de que los celulares me habían parecido hasta entonces un instrumento de ostentación, creí conveniente comprar uno para, en caso de una emergencia, estar siempre localizable. Sí, fui ingenuo, pensaba que ese aparatito realmente me mantendría siempre al alcance. Si hoy en día las famosas «Ã¡reas de servicio» fluctúan caprichosamente, hace once años eran de plano evasivas.

Mi primer equipo celular era de esos que se abren para usarlos (¿tipo polvera, les dicen?). Eso me resultaba un poco incómodo pero era relativamente bonito y pequeño (no quería cargar los ladrillos que solían verse en ese entonces). No sé cuántas llamadas hice o recibí en la primera semana con celular, no creo que hayan llegado a diez en total. La mayoría de ellas pasó a la categoría de llamadas perdidas o terminaron en el buzón de voz porque no había señal o porque yo tardaba mucho en contestar. No estaba acostumbrado a la compañía del teléfono móvil y se me olvidaba qué significaba esa vibración en mi bolsillo. Lo curioso es que, de esas diez llamadas, cuatro fueron equivocadas y que, al pasar al buzón, tuvieron consecuencias funestas, aunque no para mí.

La primera vez que vi en la pantalla del teléfono que tenía un mensaje de voz me inquieté, pensé que era una emergencia de casa. Presioné el botón que debía llevarme al buzón de voz para escuchar el mensaje. Para mi sorpresa y alivio, una voz femenina, joven y cariñosa me decía, por error, palabras más, palabras menos: «te extraño mucho, pero ya vas a llegar, te amooo». «Número equivocado», pensé, y colgué.

Un poco más tarde ese mismo día, había otro mensaje en mi buzón. «Mi vida, ¿a qué hora sales? Estoy en la estética y después me voy a arreglar para que me veas muy bonita. No quiero que lleguemos tarde a la boda de mi prima, ¿no se te olvidó, verdad?». También le hacía saber que estaba ansiosa por presentarlo a su familia. Iba a presumir a su nuevo novio y parecía muy confiada en que causaría una gran impresión. Hizo además un par de comentarios sobre las habilidades amatorias del muchacho que me hicieron sonrojar. Me llamó la atención que se equivocara por segunda vez consecutiva pero supuse que el joven no tardaría en llamar a su amada y en sacarla del error.

No fue así. Yo no contestaba las llamadas a tiempo. Entre darme cuenta de que el aparato estaba vibrando (siempre me ha disgustado la irrupción del tono de un celular), sacarlo del estuche, abrirlo y presionar el botón Send me tardaba tanto que quienes me estaban llamando colgaban o terminaban escuchando «este es el buzón de voz de cinco, cinco, tres, uno, cuatro, dos, nueve, cero, seis, seis, deje su mensaje». Por eso obtuve una tercera grabación. La muchacha se oía nerviosa. «Ya estoy lista, ¿eh? ¿Ya bajaste del avión? ¿Pasas por mí o paso por ti?». Estaba impaciente. De seguro no quería llegar sola a la boda después de haber anunciado a un partidazo. Consideré unos segundos la posibilidad de marcarle y decirle que sus anteriores mensajes no habían alcanzado su destino. No lo hice.

Por cuarta ocasión oí la voz de Lila (le doy un nombre porque a estas alturas ya creo que puedo dejar de llamarla «muchacha» y referirme a ella con más confianza), ahora borracha: «Â¿Qué te pasó hijo de la… Aquí me tienes de tu p… Qué poca madre tienes, c…» y lindezas por el estilo. Podía escuchar la orquesta y el murmullo de los asistentes detrás de la furia de Lila. Seguramente se había sentido ridícula al aparecer en la boda sin el previamente publicitado galán. «Ya me lo sospechaba, Lila soñando otra vez», pudo haber dicho, despreciativa, una de sus primas. Y Lila se desquitó con mi buzón de voz. Después de maldecir al ausente con toda la desenvoltura que facilita la ebriedad colgó. No supe más de ella. ¿Volvió a intentar ponerse en contacto con su novio? ¿La llamó él y ella no le tomó la llamada? ¿Se aclaró todo y fueron muy felices?

Me pregunté entonces y me he vuelto a preguntar después, por qué no llamé a Lila para avisarle de su error. En primer lugar, me respondo que aquello me parecía un claro error de dedo, no concebía que ella tuviera mal registrado el número de su novio, así que nunca preví el desenlace. Pero, ante todo, no la llamé por discreción. Yo no debía saber lo que sabía y pensé que ella pasaría por una gran vergüenza al darse cuenta de que me había revelado intimidades. Yo pasaría por chismoso. Recuérdese que se trataba de la era pre-Facebook. En ese entonces uno no tenía acceso a todo tipo de detalles y chismes de los amigos de los amigos (y de completos desconocidos) y mucho menos se sentía con derecho a decir «me gusta» o «súper, los amo, XD», cuando alguien daba a conocer a los cuatro vientos (perdón por el anacronismo de la expresión) que estaba con su pareja dándole de comer a los patos en Chapultepec.

Tal vez la discreción, ese componente de la buena educación, según mis padres, no es una virtud en la época de la comunicación multimodal y omnipresente, en un mundo con celulares, Facebook y Twitter.

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Reglas de etiqueta para Internet: ¿moda o necesidad? Siete reglas

“¿Sabe usted escribir un mensaje de texto en un teléfono celular?”. Esta es la pregunta que podría sustituir a la clásica “¿Puede usted escribir un recado?”, que aparece en los cuestionarios de varios estudios sociales para conocer si una persona sabe leer y escribir o es un analfabeta funcional. Se podría preguntar también si el entrevistado escribe en su muro de Facebook o si “tuitea”, al menos, de vez en cuando. No tengo estadísticas, pero basta observar  un rato a la gente en las calles, en las oficinas, en los restaurantes, en las escuelas o en el Metro para poder concluir, de manera poco científica pero incontrovertible, que son muchos los que usan alguno de estos medios para comunicarse con sus conocidos o desconocidos. Y que seguramente son más que los que escriben un recado en su casa o en su trabajo.

Ante este fenómeno, muchos hablan del nacimiento de una nueva forma de escritura y algunos proponen reglas de etiqueta para ella. De hecho, las reglas de etiqueta para Internet (o netiqueta si traducimos el inglés netiquette) existen desde los ochenta, antes de que existiera la world wide web, es decir, antes de que pudiéramos hacer clic en las páginas cuya dirección empieza con “http://“. Y muchas de esas reglas son muy pertinentes para aprovechar la red y no causar molestias innecesarias a los destinatarios de nuestros mensajes. De hecho, se refieren no tanto a la forma de escribir los textos sino a la forma de difundirlos. Sin embargo, las recomendaciones que más circulan en las revistas y en las secciones de Internet de los diarios son del tipo: “no escribas con mayúsculas porque en Internet eso es como si estuvieras gritando”. Como si los textos en Internet fueran distintos a los que se pueden escribir en papel.

Concedo que un mensaje SMS por celular o una publicación en Twitter pueden requerir ajustar un poco nuestra escritura. Pero no es la primera vez que un medio nuevo provoca esto. No tenemos que irnos hasta la invención de la imprenta o más allá. El telégrafo (¿lo conocen los menores de 30 años?), hoy usado para poco más que amenazar a los deudores de los bancos, ya exigía que escribiéramos cosas como “BIEN SALUD. VENTAS HELADO MAL. MUCHO FRIO (sic, si mal no recuerdo, no había acentos en los telegramas, como tampoco minúsculas). FAVOR ENVIAR DINERO”. Como la tarifa más baja sólo permitía diez palabras, no podía uno decir: “Querido padre. Me encuentro gozando de buena salud a pesar del intenso frío. Pero, como te imaginarás, la gente no compra helados en esta época y mi negocio está a punto de quebrar. Por favor, envíame el dinero que pueda para irla pasando hasta que llegue la primavera”. La diferencia con los mensajes de texto o Twitter es que el mensaje debe ser corto en caracteres, no en palabras. Esto explica que se diga “Toy bien pero sin $ pq mucho frio (sic, quienes escriben SMS no suelen poner acentos) y no vendo helados manda $ pf (tampoco suelen añadir comas)”. Esos son menos caracteres que los 150 que proporciona Telcel por la cuota mínima. Esto es muy práctico y ahorrativo si uno necesita comunicarse con el teléfono celular, pero dista mucho de ser una solución originalísima y genial. Ni hablar de recomendarla para otros medios, ni siquiera para los correos electrónicos. Se cobre por caracteres, por palabras, por kilobytes o por gramos (el correo ordinario), la comunicación completa y clara en el lenguaje conocido por la mayoría de los hablantes es insustituible, sobre todo si se quiere decir algo más que “hola wey, vms al cine? (sic por la transcripción de güey, derivación de buey, y por la ausencia del signo de interrogación inicial)” o (“trae leche y pan”).  Por algo no se ha generalizado la taquigrafía, escritura económica por excelencia.

Lo que quiero decir es que ni los mensajes por celular ni el correo electrónico reinventan la escritura. Es obvio que introducen nuevas condiciones, que imponen adaptaciones en nuestra forma de escribir. Pero no exigen una nueva gramática ni mucho menos. La mayoría de las normas aplicables a un correo electrónico ya se aplicaban a una carta de esas que se metían en un sobre o pueden pedirse también a un memorándum dentro de una empresa. Eso sí, no está de más hacer explícita la transferencia de algunas de esas normas al correo electrónico, así como proponer otras derivadas de las peculiaridades tecnológicas y sociales de este medio. Las normas serán útiles en la medida en que favorezcan la comprensión, la economía de tiempo y dinero y la seguridad. Me atrevo a proponer siete reglas que buscan ser útiles en los sentidos mencionados pero que, reconozco, también nacen de mis propias obsesiones y del desconcierto ante ciertas prácticas de mis corresponsales electrónicos.

  1. No usar sólo mayúsculas. No porque crea que me están gritando (sí creo que escribir algunas palabras con puras mayúsculas, en ciertos contextos, significa tratar a los lectores como tontos que no pueden entender una idea escrita con altas y bajas), sino porque los párrafos son más difíciles de leer (si se cree que el destinatario está medio ciego, se puede agrandar la fuente sin necesidad de convertir todo a mayúsculas), se dan confusiones entre palabras que pueden ir acentuadas o no (la mayoría de quienes usan sólo mayúsculas no emplea acentos) y porque, al menos a mí (una vez más admito que mis prejuicios y obsesiones me impulsan a escribir esto), esos textos me dan la impresión de flojera y descuido, no me provocan interés en leerlos.
  2. Si se va a reenviar un correo con un chiste, un mensaje inspirador, una advertencia de peligro o un llamado a unirse a una causa, tener cuidado de usar archivos adjuntos sólo si es necesario. Es decir, si un chiste no necesita imágenes y ser contado en capítulos estrictos (las diapositivas de un PowerPoint pueden ayudar a crear suspenso o a sorprender), ¡no hace falta insertarlo en una presentación PowerPoint! Basta teclear el chiste en el cuerpo del correo electrónico. Lo mismo puede decirse de cualquier otro tipo de mensaje. ¿Por qué propongo esta regla? Porque los archivos adjuntos hacen lenta la transferencia de los correos del servidor a nuestra computadora, porque llenan nuestros buzones de entrada y porque pueden traer virus.
  3. Enviar sólo lo que vale la pena enviar. Sé que esta regla es muy general y que no sólo se aplica a Internet, pero no quiero dejar de presentarla. Lo que quiero decir es: refrenar el impulso de hacer clic automáticamente en el botón «Enviar» y, sobre todo, en el botón «Reenviar», revisar el contenido dos o tres veces para determinar:
    • Si el chiste que enviamos lo contaríamos a nuestros amigos cara a cara. Si no lo haríamos porque no le daría risa a nadie, quizá no vale la pena enviarlo. Por lo demás, reconozco que enviar ciertos chistes por escrito ayuda a quienes no tenemos mucha gracia o para descargar en “la red” la responsabilidad de contar un chiste peladísimo.
    • Si el mensaje inspirador nos dice algo a nosotros o si solamente suena bonito y tiene muchas fotografías espectaculares. Si ocurre esto último, uno podría tomarse la molestia de borrar textos sin sentido o cursis y dejar sólo las imágenes (que también podrían “subirse” a Facebook o Flickr y sólo enviar el enlace por correo).
    • Hablando de mensajes inspiradores: ¿ya confirmaste que esos párrafos que te llegaron de verdad fueron escritos por Borges, García Márquez o Vargas Llosa? Si no tienen el prestigio de haber sido escritos por ellos, ¿te siguen pareciendo interesantes o motivadores?
    • Si la advertencia de peligro tiene bases reales. No es suficiente el criterio de “por si las dudas”. Ya sabemos lo que le pasó a Pedrito por andar asustando con el lobo cuando no había tal.
    • Si la causa noble existe o si es tan noble. ¿Ya revisaste si el correo que te llegó y que dice que hay un niño perdido incluye fechas (y fechas recientes), si la casa del niño está en tu ciudad o, al menos, en tu región o país? ¿Verificaste que existe esa política empresarial a la que te piden boicotear? ¿Está en extinción el canario rayado o siquiera existe?
  4. Si el mensaje pasó la prueba de la regla anterior, incluir en el cuerpo del mensaje una pequeña nota para que los receptores sepan que uno lo mandó, que no es obra de un programa invasor que reenvía mensajes spam o virus automáticamente. Basta con “Les recomiendo estos chistes. Juan”.
  5. Si el mensaje ya pasó todas las reglas anteriores, no lo reenvíes a quienes sabes que ya lo recibieron. Revisa los destinatarios que incluyó quien te envió el mensaje, en caso de que no estén ocultos (ocultarlos es buena práctica).
  6. Ir al grano en las noticias e invitaciones. Cuando el tema, la fecha, la hora o el lugar de un evento está perdido en el mensaje hay menos probabilidades de que el lector se interese y asista. Últimamente está de moda hacer invitaciones o comunicar noticias mediante archivos pdf o imágenes que reproducen los carteles con los que se difunde algo en las paredes de las empresas o las escuelas. El “asunto” del mensaje está en blanco o dice nada más: “Conferencia”. Entiendo que, si ya se gastó dinero en diseñadores, se quiera difundir el bonito cartel. Pero, si ya se va a violar la Regla 2 (ver arriba), por lo menos, inclúyanse los datos básicos en un parrafito para no tener que esperar a que “baje” la imagen o el archivo pdf: “Conferencia ‘Cómo escribir correos electrónicos eficaces’, por Juan de las Pitas. Lunes 8 de noviembre en el auditorio Carla Bruni de la Universidad Auténtica del México Virtual”.
  7. Una regla de especial importancia para quienes trabajan en organizaciones: Fijarse bien en el botón en el que se hace clic para responder un correo. No es lo mismo “Responder” que “Responder a todos”. No siempre es apropiado causar un sonrojo general al enterar a todos de lo que se respondió al emisor original.

Estas reglas, es claro, no cubren todo lo que puede hacerse para mejorar la comunicación por Internet (no cubren siquiera mis obsesiones con el tema). Tal vez alguien piense que no son de utilidad alguna. Espero, sin embargo, que permitan comunicarme con ustedes, posibles lectores, y recibir sus críticas, precisiones o sugerencias de adiciones.

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