Archive for diciembre, 2010

¿Dónde quedó la bolita?

Hace unos días vi afuera de la estación Tacubaya del Metro a un estafador que se valía del truco de la bolita. Para quien nunca haya visto este tipo de estafa, se trata de esconder una pelotita muy pequeña debajo de uno de tres objetos cóncavos -tapas de frasco en este caso-, mover rápidamente las tres tapas y pedirle a un observador que adivine debajo de cual está. Lo normal es que haya una apuesta de por medio. Cuando llegué a donde estaba este timador, le acababa de esquilmar cien pesos a uno que tenía apariencia de albañil. De inmediato, una mujer que estaba viendo dijo, «a ver, yo» mientras extendía un billete de quinientos pesos. «Â¿Quinientos?», le preguntó el defraudador. Ella dijo que sólo doscientos. El hombre de la bolita hizo su juego, la mujer puso su dedo sobre una de las tapas, dudó y finalmente eligió otra en la que estaba la bolita. «Ganó» doscientos pesos y el albañil se aprestó a apostar de nuevo ante la evidencia de que se podía ganar. El truhán y su palera habían actuado de manera impecable.

Además del coraje por ver cómo le robaban su sueldo a un trabajador a plena luz del día, mi otra reacción fue preguntarme: ¿cómo es posible que alguien crea que le va a ganar al tahúr?. El problema de jugar a la bolita no es vencer con la vista la velocidad de unas manos, ni calcular y superar las probabilidades. El problema es que no hay bolita. El estafador la esconde entre sus dedos mientras sigue desplazando las tapas para distraer al incauto. Después de que este último escoge una tapa vacía (todas están vacías) y pierde, el timador empieza de nuevo. Si se llega a ver forzado por la duda del perdedor, lo único que hace es deslizar la bolita debajo de otra tapa mientras la levanta. Si los clientes son escasos, hasta puede dejar ganar a un jugador auténtico. Supongo que también habrá ocasiones en que tienen que salir corriendo.

Después de hacerme la pregunta del párrafo anterior me surgió otra: ¿es este juego la única situación en la que creemos que hay bolita cuando no hay nada en realidad? Mi respuesta casi inmediata fue que no, que hay muchas otras situaciones en que las personas nos convencemos o dejamos que nos convenzan de que podemos encontrar algo inexistente y beneficiarnos con ello. El ámbito en el que esto ocurre más claramente es el de la política. Debajo de los discursos con voz engolada y con pelo engominado, de los pleitos entre partidos, de la defensa exaltada de posturas, de la indignación ante las posturas de los contrarios, de las alianzas y las rupturas, con frecuencia parece no haber nada más que las tapas, es decir, intereses personales o de grupo. Los ciudadanos, por nuestra parte, nos ponemos de un lado o de otro o, si queremos ser más analíticos, tratamos de ver lo positivo y lo negativo en los diferentes planteamientos. En ambos casos, creemos que hay algo digno de ser discutido, apoyado o rechazado, imaginamos que hay una propuesta que, de salir adelante, puede beneficiarnos. Por supuesto, también existen aquellos escépticos que piensan que no vale la pena dedicarle tiempo a considerar lo que dicen o hacen los políticos porque estos sólo ven por su propio interés, es decir, porque no hay bolita.

Me parece triste decirlo, pero creo que, ante un asunto específico que se esté discutiendo entre políticos, un escéptico tiene mayor probabilidad de dar en el clavo que quienes se pongan a hacer un balance de pros y contras. Escribí «mayor probabilidad», no que los escépticos siempre tengan a razón. Y esa es la cuestión. Con frecuencia, debajo de los intereses propios de los gobernantes (y aspirantes a serlo) sí hay una bolita, un problema real que puede ser resuelto con mayor o menor beneficio para la población. Peor todavía. Aunque sólo existan las tapas, es decir, la pura conveniencia de los líderes, el hecho es que lo que resulte afectará a los ciudadanos, cuando menos porque se están usando recursos del erario. Cuando más, porque la decisión facilitará o hará más difícil su vida. En fin, la trampa consiste en que, aunque estemos ciertos de que no hay bolita, aunque sepamos que ganaremos sólo si el tahúr quiere dejarnos ganar, tenemos que estar atentos al juego de la política, si no queremos perder más.

Eso sí, tenemos que estar atentos a los posibles paleros. Estos, en primer lugar, son los mismos políticos, quizá más los que se oponen a una propuesta que los que la apoyan. Los opositores pueden ayudar a crear la ilusión de que una mala iniciativa purificada por sus críticas ya es aceptable.

Otros paleros son los comentaristas de los medios (incluyendo los blogueros como un servidor). Como los políticos opositores, los escribidores y locutores contribuyen a producir el espejismo con la ventaja añadida de que pueden parecer más imparciales o, al menos, preocupados por un valor que nosotros también apreciamos, llámese justicia, libertad o eficiencia.

Y así se puede seguir identificando paleros hasta incluir, por ejemplo, a las lecciones de civismo, que nos enseñan cosas muy bonitas sobre el quehacer político. Pero aquí se impone hacer matices de nuevo. No estoy diciendo que todos los políticos que se oponen a uno de sus colegas, ni todos los articulistas de la prensa, ni todas las lecciones de civismo sean cómplices de engaño. Creo que muchos han asumido honestamente la necesidad de estar atentos a las tapas para esperar la ocasión en que de verdad habrá una bolita debajo o para limitar las repercusiones de la prestidigitación de los hombres y mujeres de estado, además de que algunos de estos últimos no pretenden abusar de los ciudadanos (¡sí los hay!).

En suma, a pesar de mi propio escepticismo, acepto que no nos quedan más que dos opciones: dejar que los políticos hagan con nosotros y nuestros recursos lo que quieran o aceptar el mal menor de dedicar tiempo a observar sus manos para reducir los daños, obligarlos a dejarnos ganar algunas veces y, en otras ocasiones, hacerlos correr. En lo personal me inclino por la segunda opción.

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Un búlgaro, un coreano y una mexicana

Estos eran un búlgaro, un coreano y una mexicana en un salón de clase… No es el inicio de un chiste xenófobo, es el comienzo de un recuerdo. Hace casi 20 años, mi esposa, Laura, cursaba la maestría en Letras y se inscribió en la clase de un investigador búlgaro que estaba como profesor invitado en la UNAM y que en la Ibero habían aprovechado para dar un curso de literatura rusa, la especialidad de Nicolai Zvezdanov. Sólo había dos alumnos, el otro era un coreano llamado Il Wan Go.

Nicolai e Il Wan leían y escribían bien en español, pero, dado que estaban algo limitados en el terreno oral (y Laura, por su parte, no hablabla ni una palabra de coreano o búlgaro), no era de extrañarse que se dieran situaciones como aquella en que Il Wan hizo doble tarea, la suya y la de Laura, porque no entendió la indicación que Nicolai le dio. Pero, en general, oírlos dialogar era presenciar un prodigio. A pesar de que era obvio que cada uno entendía lo que podía, los tres terminaban cada clase con la sensación de haber profundizado en la comprensión de El Maestro y Margarita, de Bulgakov, texto central del curso, y de haber aprendido mucho de los demás. Además, se fueron haciendo grandes amigos. Tal vez, el no tener que pelear para conformar un estricto marco común (recuerdo a Popper) facilitó todo esto.

Esa amistad no se dañó por la perplejidad que producían en Nicolai e Il Wan los modismos de Laura cuando, por ejemplo, les daba indicaciones para llegar a algún lugar: «está a tiro de piedra», «no hay pierde», «está al ladito», etc. Tampoco sufrió cuando las limitaciones del lenguaje de Nicolai dieron lugar a otra situación embarazosa. Lo habíamos invitado a cenar a casa de mi suegro quien durante un buen rato estuvo conversando alegremente con Nicolai. En algún momento, este último adoptó un tono de discurso: «Señor, lo felicito por su hija (mi suegro se esponjó de orgullo), ella es tan, tan, tan (al tercer «tan», me empecé a preocuparme)… tan pintoresca», (des)acertó a decir. El rostro de mi suegro se congeló. Aunque Nicolai seguía alabando a Laura, llegó un momento en que se dio cuenta de que algo no estaba bien. Pero un «salud» de alguno de nosotros restauró la armonía. Nunca entendí qué significaba pintoresca para él.
El endeble puente constituido por el español era reforzado de vez en cuando por un puente más estrecho pero un poco más sólido: el ruso. Nicolai tenía una alumna en la UNAM, Margarita, que hablaba ruso, lengua que aquel dominaba. Margarita era tímida pero, cuando coincidía con los otros dos alumnos cercanos al maestro, salvaba varias situaciones al explicar a Nicolai lo que Laura en español e Il Wan en medio español querían decir.

Nicolai estaba encantado en México, absorbía todo lo que podía (el español hablado, con cierta lentitud, ya lo dije) y ofrecía todo lo que tenía: conocimiento, sabiduría y una alegre y sincera amistad. Le gustaba la literatura mexicana y latinoamericana aunque les encontraba un pero: les faltaba, decía él, tragicismo. Para un amante de la literatura rusa, que la estudió en la Unión Soviética y que creció en un régimen totalitario, nuestras novelas eran casi humorísticas comparadas con las de Dostoievski, Tolstoi y Bulgakov. El tragicismo de Nicolai se reflejaba en un desencanto latente que se hacía evidente cuando consideraba su vida en declive por haber llegado a los 42 años. No obstante su incansable y exitoso trabajo académico, pensaba que ya no había nada más para él. Este pesimismo venía de una vida en el autoritarismo y en la desconfianza. A pesar de la caída del muro, no tenía esperanzas en la política de su país, quizá ni en la de ningún otro país.

Sin embargo, como  ya he dicho, también era un amigo alegre, tal vez seguía teniendo esperanza en las personas. El asunto es que era divertidísimo en las reuniones, en especial aquella a la que él invitó cuando vivió por un tiempo en la abandonada casa de la agregaduría cultural búlgara. Convocó a una red de amigos formada a partir de sus dos alumnos de la Ibero y nos atendió como diplomáticos en esa casa a un tiempo elegante y fría. Nos sentamos a una mesa de unos siete metros de longitud para disfrutar de lo que él mismo cocinó y de allí nos levantamos para bailar a la búlgara, con vasos de vodka en la cabeza o en los pies. En esa ocasión mostró lo que, forzándolo un poco, se puede interpretar como una mudanza en su valoración de la literatura latinoamericana. Al bailar y cantar ensimismado y exultante «María Cristina me quiere gobernar», parecía haber descubierto en esa rumba un mensaje profundo oculto para todos los demás.

Para cuando ocurrió esa cena, Margarita ya había adoptado abiertamente el papel que todos sabíamos que tenía, el de pareja de Nicolai. Bueno, casi todos, pues unos días antes Il Wan había tenido una epifanía que lo hizo exclamar mientras señalaba a Margarita y Nicolai: «Joo, el Ma-es-tro y Mar-ga-ri-ta», en referencia a la novela estudiada en clase. Estoy seguro de que Margarita, al acompañarlo cuando regresó a Bulgaría, ayudó a Nicolai a darse cuenta de que a los 42 años no era un viejo de decadencia. Los cambios en las circunstancias de su país ayudaron también. Al poco de llegar a casa, después de años de estar ninguneado, lo nombraron decano en su universidad, la de Cirilo y Metodio. Algún tiempo después tuvieron una hija a la que llamaron Estrella, como el apellido de su papá.

Esa y otras pocas noticias más tuve del Maestro y de Margarita desde que nos despedimos de ellos una noche fresca de mayo. Experimentábamos todos una emoción difícil de contener por nuestra conciencia de que, después de meses de intensa amistad, nos despedíamos quizá para siempre. Nicolai, como se acostumbra en los pueblos eslavos, estuvo a punto de darme un beso de despedida en la boca. Afortunadamente para todos, ahora sí captó el lenguaje no verbal mexicano y todo quedó en largos y estrechos abrazos. Pero tuvo otro gesto que no he observado en ninguna de las despedidas similares a las que me he enfrentado. Nunca ofreció regresar, ni escribir, ni llamar por teléfono, solamente gritó una y otra vez mientras nos alejábamos «voy a contar todo, voy a contar todo». Es la promesa de conservación de la amistad y del recuerdo más original y más elogiosa que me han hecho. Estoy seguro de que la cumplió. Con estos párrafos espero haberle correspondido un poco.

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