Archive for category Personal

En esencia

Ese sonido no es de una ola engrosándose mientras se desliza hacia la orilla. En esta calle vacía en sábado por la tarde, se trata de un automóvil de motor fino y, supongo, nuevo. Pero por un segundo, gracias a la brisa y a la comodidad de la silla sobre la que bebo un café cargado, me imagino en Veracruz y disfruto la esencia de unas vacaciones.

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Los pasos de Herodes. Jorge Ibargüengoitia a 30 años de su muerte.

Algunos piensan que la poesía describe el mundo ordinario con palabras inusitadas que nos hacen verlo de una manera diferente, y sorprendernos, conmovernos, sublimarnos. La prosa también puede mostrarnos otra cara del mundo. En el caso de Jorge Ibargüengoitia, muerto hace 30 años en un accidente aéreo en Madrid, su prosa nos revela la ridiculez, la comicidad y la ironía de actos humanos: la pose de un político al dar un discurso, los identificadores que le hemos dado a las imágenes de los héroes para que no se nos confundan (el paliacate en la cabeza de Morelos o la melena de Hidalgo) o los amores imposibles (y los posibles).

Ibargüengoitia en su estudio. (Imagen tomada de Revista Ir)

Ibargüengoitia negaba una intención cómica, afirmaba que así veía él las cosas. Creo que alguna vez dijo que así lo habían educado, como para evadir la responsabilidad. Pero en sus novelas y en sus artículos periodísticos aplicaba este poder desvelador de lo absurdo de maneras diferenciadas. Era despiadado con los políticos y personas con poder o aspirantes a tenerlo, y no se diga con los colegas escritores objeto de sus odios (en este caso, más bien, era venenoso). Por otra parte, era compasivo cuando mostraba los afanes descabellados de las personas comunes, él incluido. Y también podía burlarse con afecto y admiración, como en el artículo que escribió a la muerte de Rosario Castellanos. Según el blanco elegido, sus descripciones, diálogos y argumentaciones desatan desde sonrisas cómplices hasta insights carcajeantes.

Sus novelas y artículos son lugares a los que me gusta volver para reubicarme, reanimarme, distraerme y, sobre todo, para afinar la mirada, para recordar que puedo ver esta realidad de otras manera, que hasta la puedo imaginar otra.

Ibargüengoitia boy scout. (Imagen tomada de http://jorgeibarguengoitia.blogspot.mx/)

Pequeña muestra de su bibliografía

Novelas
Los relámpagos de agosto
Estas ruinas que ves
Los pasos de López
Cuentos
La ley de Herodes
Artículos periodísticos
Instrucciones para vivir en México
Autopsias rápidas

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Tus fotos

A Humberto, Miriam y Daniela

Como a todo padre, me gusta mirar y remirar tus fotos de bebé. Pero creo que me engolosino más con las fotos que yo no tomé, las de estudio o las tomadas por una cabina automática, como las que te saqué cuando me enteré, a las ocho de la noche, que al día siguiente debías llevar al kínder dos fotos tamaño infantil (de qué otro tamaño podían ser). O con esas en las que posas como modelo profesional para un fotógrafo de fiesta infantil y tu pelo brilla con el sol casi tanto como tu sonrisa. O esas otras en las que tienes la expresión de un astronauta a punto de subir a la nave, segura de que regresarás a salvo y con éxito. En esas imágenes me gusta encontrar gestos que predicen tu presente adolescente.

En alguna foto creo encontrar el anuncio de alguno de tus insights deslumbrantes, en otra, el origen de esas frases sorpresivas que siempre estoy esperando, esas con las que me confrontas, convences, desarmas o iluminas. A veces estoy seguro de que en un retrato estás anunciando tu compromiso actual con tus convicciones.

Ya sé, a toro pasado cualquiera hace predicciones. Por eso, a veces caigo en la tentación de intentar predecir a la persona adulta que serás a partir de lo que veo ahora. Pero rápido recuerdo que lo mejor es seguir maravillándome con tu crecimiento, sin esperar nada, sólo disfrutar de tu alegría.

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Número equivocado

Era el año 1999, el del primer teléfono celular. El primero en mi vida, quiero decir. Era marzo o abril de ese año y yo tenía una hija casi recién nacida y otros dos debajo de los cinco años. Por experiencia sabía que en cualquier momento podía surgir una emergencia: que le subiera la temperatura a la bebé, que le dieran cólicos o, peor, que se le acabaran los pañales. Necesitaba que me pudieran localizar rápidamente si se necesitaba algo: medicinas, pañales o fórmula láctea. A pesar de que los celulares me habían parecido hasta entonces un instrumento de ostentación, creí conveniente comprar uno para, en caso de una emergencia, estar siempre localizable. Sí, fui ingenuo, pensaba que ese aparatito realmente me mantendría siempre al alcance. Si hoy en día las famosas «Ã¡reas de servicio» fluctúan caprichosamente, hace once años eran de plano evasivas.

Mi primer equipo celular era de esos que se abren para usarlos (¿tipo polvera, les dicen?). Eso me resultaba un poco incómodo pero era relativamente bonito y pequeño (no quería cargar los ladrillos que solían verse en ese entonces). No sé cuántas llamadas hice o recibí en la primera semana con celular, no creo que hayan llegado a diez en total. La mayoría de ellas pasó a la categoría de llamadas perdidas o terminaron en el buzón de voz porque no había señal o porque yo tardaba mucho en contestar. No estaba acostumbrado a la compañía del teléfono móvil y se me olvidaba qué significaba esa vibración en mi bolsillo. Lo curioso es que, de esas diez llamadas, cuatro fueron equivocadas y que, al pasar al buzón, tuvieron consecuencias funestas, aunque no para mí.

La primera vez que vi en la pantalla del teléfono que tenía un mensaje de voz me inquieté, pensé que era una emergencia de casa. Presioné el botón que debía llevarme al buzón de voz para escuchar el mensaje. Para mi sorpresa y alivio, una voz femenina, joven y cariñosa me decía, por error, palabras más, palabras menos: «te extraño mucho, pero ya vas a llegar, te amooo». «Número equivocado», pensé, y colgué.

Un poco más tarde ese mismo día, había otro mensaje en mi buzón. «Mi vida, ¿a qué hora sales? Estoy en la estética y después me voy a arreglar para que me veas muy bonita. No quiero que lleguemos tarde a la boda de mi prima, ¿no se te olvidó, verdad?». También le hacía saber que estaba ansiosa por presentarlo a su familia. Iba a presumir a su nuevo novio y parecía muy confiada en que causaría una gran impresión. Hizo además un par de comentarios sobre las habilidades amatorias del muchacho que me hicieron sonrojar. Me llamó la atención que se equivocara por segunda vez consecutiva pero supuse que el joven no tardaría en llamar a su amada y en sacarla del error.

No fue así. Yo no contestaba las llamadas a tiempo. Entre darme cuenta de que el aparato estaba vibrando (siempre me ha disgustado la irrupción del tono de un celular), sacarlo del estuche, abrirlo y presionar el botón Send me tardaba tanto que quienes me estaban llamando colgaban o terminaban escuchando «este es el buzón de voz de cinco, cinco, tres, uno, cuatro, dos, nueve, cero, seis, seis, deje su mensaje». Por eso obtuve una tercera grabación. La muchacha se oía nerviosa. «Ya estoy lista, ¿eh? ¿Ya bajaste del avión? ¿Pasas por mí o paso por ti?». Estaba impaciente. De seguro no quería llegar sola a la boda después de haber anunciado a un partidazo. Consideré unos segundos la posibilidad de marcarle y decirle que sus anteriores mensajes no habían alcanzado su destino. No lo hice.

Por cuarta ocasión oí la voz de Lila (le doy un nombre porque a estas alturas ya creo que puedo dejar de llamarla «muchacha» y referirme a ella con más confianza), ahora borracha: «Â¿Qué te pasó hijo de la… Aquí me tienes de tu p… Qué poca madre tienes, c…» y lindezas por el estilo. Podía escuchar la orquesta y el murmullo de los asistentes detrás de la furia de Lila. Seguramente se había sentido ridícula al aparecer en la boda sin el previamente publicitado galán. «Ya me lo sospechaba, Lila soñando otra vez», pudo haber dicho, despreciativa, una de sus primas. Y Lila se desquitó con mi buzón de voz. Después de maldecir al ausente con toda la desenvoltura que facilita la ebriedad colgó. No supe más de ella. ¿Volvió a intentar ponerse en contacto con su novio? ¿La llamó él y ella no le tomó la llamada? ¿Se aclaró todo y fueron muy felices?

Me pregunté entonces y me he vuelto a preguntar después, por qué no llamé a Lila para avisarle de su error. En primer lugar, me respondo que aquello me parecía un claro error de dedo, no concebía que ella tuviera mal registrado el número de su novio, así que nunca preví el desenlace. Pero, ante todo, no la llamé por discreción. Yo no debía saber lo que sabía y pensé que ella pasaría por una gran vergüenza al darse cuenta de que me había revelado intimidades. Yo pasaría por chismoso. Recuérdese que se trataba de la era pre-Facebook. En ese entonces uno no tenía acceso a todo tipo de detalles y chismes de los amigos de los amigos (y de completos desconocidos) y mucho menos se sentía con derecho a decir «me gusta» o «súper, los amo, XD», cuando alguien daba a conocer a los cuatro vientos (perdón por el anacronismo de la expresión) que estaba con su pareja dándole de comer a los patos en Chapultepec.

Tal vez la discreción, ese componente de la buena educación, según mis padres, no es una virtud en la época de la comunicación multimodal y omnipresente, en un mundo con celulares, Facebook y Twitter.

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Aprender algo nuevo cada… ¿año?

El pasado 11 de noviembre asistí a una conferencia dictada por Richard Elmore (ver foto), un profesor de Harvard, con el título «Reforma educativa y aprendizaje escolar». En realidad presencié sólo los últimos quince minutos de la conferencia pues diferentes circunstancias me impidieron llegar desde el inicio al edificio de la Secretaría de Educación Pública situado en la calle de Argentina, donde se realizó el evento. Pero en esos quince minutos, de hecho, en los últimos cinco, Elmore dijo algo que me hizo reflexionar sobre mí mismo, en tanto profesional de la educación y en tanto persona.

Richard Elmore

El conferencista comentó que procura regularmente emprender el aprendizaje de algo nuevo hasta llegar a tener un cierto dominio del tema. En algún momento estudió fotografía, logró dejar de ser un mero aficionado y ahora está tratando de pintar acuarela. Esta revelación personal vino a cuento a propósito de la explicación de sus ideas pedagógicas que alguien del público le solicitó. Expresó que, para él, el trabajo del maestro no consiste en transmitir conocimiento, pues eso ni siquiera es posible, sino en transferir el control del aprendizaje del maestro al estudiante. Esta idea, por supuesto, no es original, ni siquiera está expuesta de la mejor manera posible, pero lo importante es el papel que en la aplicación de esta idea juegan sus proyectos personales de aprendizaje. Iniciar el aprendizaje de temáticas de las que desconoce casi todo (por lo que necesita un maestro) le sirve a Elmore, al menos así lo entendí yo, para experimentar lo mismo que un estudiante, en especial, experimentar lo que le pasa a un maestro que está asumiendo el papel de estudiante cuando es parte de las acciones de reforma educativa que Elmore investiga y asesora.

Esta versión de la consigna «salario mínimo al presidente para que vea lo que se siente» me pareció una recomendación muy pertinente para todos aquellos que desde la docencia, desde la formación de docentes, desde la investigación o desde la administración educativa proponemos o hemos propuesto alguna vez que los estudiantes cambien sustancialmente, sobre todo para quienes creemos que los maestros mexicanos deben cambiar sustancialmente su práctica para que la educación de este país sea de calidad. Si no tenemos idea de lo que significa cambiar nuestra forma de ejercer una profesión después de años de hacerlo de otra manera, es decir, si no sabemos por experiencia propia lo que es aprender algo desde cero o casi cero, no podremos entender a los maestros que queremos cambiar. Lo bueno es que todos hemos tenido esa experiencia… varios años atrás. «Sólo» hace falta recordarla, volverla a vivir o hacer un ejercicio honesto de empatía con los maestros.

Pero esta confidencia de Elmore puede ser aprovechada al margen del quehacer educativo. Me parece una especie de aventura eso de aprender algo nuevo, de verdad nuevo. En lo personal, me gusta mucho aprender constantemente, pero debo reconocer que, al menos desde hace algunos años, aprendo principalmente sobre campos en los que ya me muevo con cierta fluidez, la mayoría de los cuales son parte de mi trabajo. Al pensar en aquellos momentos en los que he tenido que reacomodar ideas, habilidades y hábitos para hacerme de un nuevo conocimiento, recuerdo emociones muy fuertes, tanto de placer como de miedo, miedo que, al ser vencido se transformó en placer, en satisfacción. Quizá lanzarme de nuevo a una empresa de aprendizaje profundo me podrá proporcionar no sólo esas emociones, no sólo conocimientos útiles sino, espero, me permitirá mantener la mente despierta y el espíritu abierto a la comprensión de los procesos de aprendizaje de los demás. Ahora resta definir el tema al que se dirigirá ese proyecto.

¿Quisieras compartir tus propias experiencias de aprendizaje? Más abajo en esta página encontrarás un cuadro en el que puedes escribir tus comentarios.

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¿Es el bicentenario que esperaba?

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¿Es el bicentenario que esperaba?

Cuando se preparaba la celebración del bicentenario de los Estados Unidos de América yo era un adolescente y, en mi mente nacionalista, me parecía que ese país no se merecía tanto como México un festejo tan fastuoso como el que se estaba organizando allá. Pensaba con ilusión en nuestro bicentenario y me preguntaba cómo sería yo cuando México cumpliera doscientos años. Mi preocupación era, en concreto, si no sería yo demasiado grande como para disfrutar esa fiesta. El supuesto de esta pregunta era que los adultos no se divertían tanto como los niños y jóvenes.

Se llegó este año y esta noche del 15 de septiembre y me doy cuenta de que no he disfrutado mucho. También veo que no se trata, al menos no principalmente, de que he llegado a una edad aburrida (sí, quizá, más crítica, en ese sentido sí influye la edad). Más bien me cuesta trabajo dar entrada al júbilo cuando tenemos la violencia del narcotráfico, la corrupción gubernamental y la corrupción ciudadana, que es la contraparte de la anterior, y la ausencia de un sentido de país que nos haga trabajar juntos. En fin, rasgos que no parecen coyunturales sino más bien endémicos en México. ¿Qué puedo festejar?, me digo.

Detrás de mi pesadumbre están, acumulados desde hace años, muchas ideas y sentimientos y experiencias que me dicen que sí tengo razones para celebrar. Si bien estoy enojado con mi país, no dejó de sentirlo mío y quiero, más allá del patrioterismo y de ingenuidades, celebrar que estamos aquí y que conservo algo de esperanza en él. Quisiera decir más acerca de lo que significa México para mí y de por qué quiero celebrar esta noche, pero hay alguien que ya lo dijo y de una manera infinitamente mejor. Por eso, más adelante, transcribo el poema de José Emilio Pacheco titulado “Alta traición”. Sólo quiero añadir que, al hacer mías esas palabras de Pacheco, el verso que dice “cierta gente” se refiere a ustedes: familia, amigos, compañeros.

Alta traición

No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

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