Por qué no leo revistas para hombres

Las revistas que se presentan como publicaciones para hombres ocupan áreas grandes de los puestos callejeros o de tiendas como Sanborns, abarcan sólo un poco menos de espacio que las revistas para mujeres. Los títulos son parte de la cultura popular: Maxim, GQ, Hombre, Men’s Health, Interviú, Playboy, por supuesto, y un largo etcétera. Sus temas principales son mujeres, sexo, política, pasatiempos, gastronomía, gadgets y moda. Este artículo se trata de por qué no me gusta leerlas.

No es que los temas mencionados no me interesen. Me interesan todos en mayor o menor medida (excepto la moda, lo cual sufren quienes tienen que convivir conmigo), lo que no me gusta es la manera en que son tratados en las revistas para caballeros. Calificaré a ese tratamiento con un adjetivo que quizá sorprenda al lector. Esas revistas me parecen cursis. Para aplicar este calificativo me atengo a las acepciones proporcionadas por la Real Academia Española (y las estiro un poquito):
1. adj. Se dice de un artista o de un escritor, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados.
2. adj. coloq. Dicho de una persona: Que presume de fina y elegante sin serlo. U. t. c. s.
3. adj. coloq. Dicho de una cosa: Que, con apariencia de elegancia o riqueza, es ridícula y de mal gusto.

Las revistas para hombres pretenden en vano ser atrevidas, eróticas y conocedoras de la música, la tecnología, la comida y el sexo. Lo que se obtiene es un producto de mal gusto. Me explico.

Los artículos sobre temas sexuales parecen extraídos a fuerza de la mente aburrida de un redactor en su escritorio, no ser producto de una experiencia, ni siquiera resultado de un saber teórico. Las recomendaciones para incrementar el disfrute son generalizaciones artificiales, las supuestas observaciones picantes son mera calentura adolescente y las descripciones de prácticas sexuales novedosas palidecen ante cualquier manual amatorio de siglos atrás.

Las reseñas de discos, libros y películas responden a machotes que no requieren el haber escuchado, leído o visto las obras reseñadas. Tratan de salir del paso con un par de comentarios burlones, si están en contra de la obra, o con hipérboles gratuitas tomadas de fuentes de similar cursilería, si quieren promoverla.

Los comentarios sobre instrumentos tecnológicos, los famosos gadgets, delatan a la primera el haber sido extraídos de los boletines de prensa de las compañías fabricantes.

De los artículos de la actualidad política y social, ya ni hablar.

Encima de todo, es frecuente que los redactores usen un tono de expertos que se dirigen a unos lectores ignorantes, reprimidos y sin sofisticación.

Claro que cuando las revistas masculinas tienen plumas invitadas, esos escritores y periodistas suelen ofrecer textos con temas diferentes a los que publican en revistas con un mercado más amplio pero con la misma calidad, por lo que casi siempre resultan interesantes. Pero un artículo no es suficiente para comprar toda la revista.

Sé que el lector debe estar pensando: ¿y las fotografías? Es obvio que el contenido central de las revistas que estoy criticando son las fotografías de mujeres en diferentes grados de desnudez, por lo que sería injusto evaluar estas publicaciones con base en lo que no es su fuerte. Bueno, si mis opiniones sobre los artículos fueron muy subjetivas, las que siguen lo son todavía más. Creo que la mayoría de las fotografías y reportajes fotográficos de las revistas en cuestión son también cursis. Ya no digo que pretendan ser eróticas o artísticas sin lograrlo. En general, pretenden ser simplemente excitantes o estimulantes sin conseguirlo tampoco.

No es que esas fotos muestren poca o mucha piel sino que muestran siempre a la misma mujer, al mismo molde, aunque las modelos sean diferentes. Siempre usan los mismos motivos, las mismas tomas, los mismos escenarios, la misma iluminación. Cuando quieren ser diferentes y ponerse artísticos, la cursilería gana. En lo personal, prefiero un reportaje fotográfico que dé acceso a diferentes facetas de una buena actriz que admiro, aunque se desprenda de pocas prendas, al de una desconocida cuyo único interés es el pie de foto según el cual tuvo su primera relación sexual con su primo a los quince años y no teme a experiencias nuevas, o al de una mujer que es sólo popular por los escándalos que provoca para vender sus fotografías sin ropa. Pero esos reportajes con una entrevista incisiva y una fotos reveladoras tanto del cuerpo como de la personalidad de una mujer no se encuentran frecuentemente en las revistas masculinas. ¿Son demasiado fuertes para ellas?

Otra vez, hay excepciones entre los diferentes números de estas revistas pero, ante el anuncio en portada de una sesión fotográfica prometedora prefiero mantener la cartera en el pantalón y ojear la revista en Sanborns o buscar algún buen samaritano que haya subido a su página web personal las imágenes y la entrevista que las acompaña.

Hay dos características más que me disgustan de las revistas para hombres, las cuales quizá no tienen tanto que ver con la cursilería. Una es la ausencia de índice o la dispersión de este a lo largo de varias páginas, además de que muchas de las páginas no tienen número, por lo que encontrar un artículo se vuelve una tarea detectivesca. El otro defecto tiene que ver con el elevado número de fotografías publicitarias de hombres que miran al lector fija y seductoramente para decirle cuál es la última moda en suéteres, pantalones o calcetines. Son tantas o más que las fotografías de mujeres en la misma actitud. ¿Que no eran revistas masculinas?

En fin, antes de terminar, mencionaré otra excepción a todo eso que no me atrae. Se trata de la revista SoHo, originada en Colombia y que acaba de lanzar el número 0 de su edición mexicana. Sus asuntos son los mismos que los de otras revistas para hombres pero su tratamiento es, por lo general, mucho mejor. La presencia de buenos escritores y periodistas no es esporádica sino regular, con una participación notoria de mujeres (ellas son lo que nos interesa a los hombres, sea que muestren su cuerpo o sus palabras, ¿no?).

Los artículos con tema sexual no están escritos desde la necesidad de crear un texto supuestamente lujurioso para vender ejemplares sino desde la experiencia, las ideas o las preocupaciones de los autores de uno y otro sexo (que pueden resultar bastante excitantes).

Cada número tiene un tema que se mueve entre lo novedoso, lo morboso y lo profundo: cómo es vivir con una prótesis (es decir, cualquier objeto que suple una parte o función corporal), cómo es la vida de los pordioseros que “trabajan” en las esquinas concurridas de una gran ciudad o qué se siente acudir a los practicantes de las diferentes ramas del esoterismo, entre otros. Un conjunto de plumas experimentadas revisa las diferentes caras de estos problemas con espontaneidad, humor y, por supuesto, buena escritura.

Las colaboraciones femeninas no hablan de la mujer desde la biología, la psicología o el feminismo (o sí, pero no exclusivamente) sino desde la particularidad de mujeres reales que no pretenden hacer generalizaciones fáciles sino sacudir a los hombres con humor y elegancia. Además hay cuentos, reflexiones políticas, reportajes sobre figuras públicas y púbicas y reseñas sin pretensiones pero informativas.

El punto más endeble, como en las otras revistas, es la fotografía de desnudos o semidesnudos pero, de todos modos, SoHo supera a sus competidores pues con más frecuencia que ellos ofrece fotorreportajes cuyo mérito radica, para mí, en que ni las modelos ni los fotógrafos se toman demasiado en serio. Los temas son juguetones: cómo sería un día en la vida de una actriz pero sin ropa (no sé si lo lograron con base en montajes o si lograron la colaboración del resto de los asistentes a un restaurante o supermercado), una entrevista doble a una modelo y a su madre, quien también posa semidesnuda, o una serie de fotografías con una periodista que por primera vez da otra cara.

Espero que SoHo México conserve las buenas costumbres de su hermana mayor colombiana y no se vea maniatada por un ambiente cultural en el que predomina lo solemne, lo pedante y lo mojigato.

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Un México ganador

Después del famoso puente Guadalupe-Reyes, retomo Notas al pasar y le deseo lo mejor para 2011 a todos los que tienen la amabilidad de visitar este blog. Sin más preámbulo, voy al tema de un México ganador.

Hace algo más de quince años asistí a una función de danza en la que se rindió homenaje a dos miembros de la compañía: a la primera bailarina (entonces prometida y hoy esposa de un querido y antiguo amigo), que se retiraba ese día, y a la directora, por su trayectoria. De esta última se leyó una semblanza que impresionó no sólo a los que la conocíamos superficialmente sino incluso a los enterados. Cuando la directora tomó la palabra se refirió una y otra vez, de una manera y otra, a la lucha que había librado a lo largo de su carrera. No especificó contra quién había luchado pero creo que más de un asistente sospechó de la burocracia cultural y de los colegas envidiosos. Cuando salíamos de la función, Paco Donovan, un jesuita gringo que tenía más de veinte años en México, me dijo, palabras más, palabras menos: “los mexicanos se enfocan en sus luchas y no se dan cuenta de sus logros”.

En efecto, aunque se podía atribuir el tono del discurso de la homenajeada a su modestia o a una disposición a disfrutar el camino tanto o más que el arribo al destino, la verdad es que se había presentado como víctima sufrida y no como vencedora de obstáculos a pesar de sus innegables y numerosas conquistas. No tengo elementos para decir si esta afirmación de Paco se aplica a la mayoría de los mexicanos pero sí tengo algunas experiencias por las que me atrevo a postular la hipótesis de que muchos mexicanos (me incluyo entre ellos, ver mi publicación del 15 de septiembre de 2010) no solemos ver lo que vamos logrando como país.

Sí reconocemos un gran pasado que algunos sitúan antes de la colonia, otros en la Nueva España, en la Reforma, en el Porfiriato o en la Revolución Mexicana, según sus afinidades. Por supuesto, apreciamos nuestra variada y rica naturaleza. No se diga lo orgullosos que estamos de nuestra gastronomía. Pero, de alguna manera, todo eso nos fue dado. Sobre lo que hoy somos y hacemos llegamos a señalar nuestra creatividad, entendida casi siempre como habilidad para saltarnos las trancas, pero no mucho más. A veces pareciera que el país funciona (porque, a pesar de nuestras justificadas quejas, mal que bien, marcha) sin mexicanos, que no somos nosotros los que hacemos que las cosas pasen.

Por su parte, los partidos políticos refuerzan esta percepción al ofrecer: a) darnos lo que necesitamos porque ellos saben lo que realmente queremos, b) vengarnos de las injusticias que los malos nos han infligido, c) prohibir aquello que nos da miedo o d) recuperar el poder para hacer lo que hacían (¿bien?) antes de perderlo sin hacer un ajuste de cuentas con las barbaridades que cometieron. Es decir, entre sus propuestas no está dirigirnos para mejorar juntos al país, para alcanzar un mejor México del que todos podamos sentirnos responsables y orgullosos. Ellos quieren hacer las cosas por nosotros. Parece que lo único que no quieren hacer por nosotros es tomar las decisiones difíciles que le corresponden a quienes han optado por la política.

Por lo anterior, me llamó mucho la atención que, en su primer día como presidente, Felipe Calderón dijera (otra vez, palabras más, palabras menos) que quería ver un México ganador. Nunca había oído a un político decir algo semejante. Lo nuestro no parece ser ganar sino ser víctimas, tener mala suerte o, si acaso, como la directora de danza, luchar para casi llegar (ver al respecto el artículo “¡El que sigue!”, de Juan Villoro en Reforma del viernes 14 de enero). No sé si esa intención de Calderón (que repitió en el mismo discurso al menos una vez) fue transformada en estrategia de gobierno pero no veo evidencia de que los mexicanos nos sintamos más ganadores. Más aún, no veo que los mexicanos tengamos más deseo que antes de ser ganadores en el sentido de responsables activos del desarrollo del país. Tengo la impresión de que, en general, seguimos esperando que regresen los que dicen que hacían las cosas bien olvidando su autoritarismo y su corrupción, que un mesías nos vengue de las afrentas sufridas o que alguien ponga orden.

Ahora bien, en el segundo párrafo de este texto di por hecho que los mexicanos tenemos algunos logros por los que podríamos sentirnos, al menos, un poquito ganadores. El ensayo «Regreso a futuro”, de Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín, en nexos de diciembre me hizo reflexionar al respecto. Los autores sostienen las tesis de que México “es preso de su pasado” (planteada en otro artículo un año antes) y de que “es preso también de la idea pobre que tiene de sí mismo”. Recogen un gran conjunto de datos variopintos (estadísticas, impresiones, anécdotas, opiniones de entrevistados) para afirmar que el país es mejor que lo que pensamos, que es mejor que antes y que sigue mejorando. Su análisis es desigual y más contradictorio de lo que ellos mismos reconocen (por ejemplo, como prueba de lo erróneo de las opiniones negativas que los mexicanos tenemos citan varias veces las opiniones positivas de algunos mexicanos), asumen supuestos cuestionables, pero sin duda logran presentar al lector un panorama mucho más complejo y prometedor que el de un país atrasado sin remedio. No repetiré aquí esa información pues hay acceso libre al artículo en la revista, pero no quiero dejar de mencionar que, además de reunir muchos datos útiles, Castañeda y Aguilar Camín problematizan los criterios que usamos para valorar lo que hemos alcanzado. No sacan todas las conclusiones sobre ello pero no le dejan a uno otra opción más que reconsiderar los insumos y perspectivas con los que pensamos a México y, de inmediato, voltear para ver de nuevo, con ojos más abiertos, aquello con lo que nos tropezamos a diario.

Plantean también algunos de los nudos a desatar para contar con un futuro mejor. Y al ver hacia adelante señalan lo que le toca al gobierno, en particular al ejecutivo federal, y lo que nos toca a los ciudadanos. Y vinculan a ambos a través del término “liderazgo didáctico”. Se trata, hasta donde lo pude entender, de una labor que corresponde a los políticos y consiste en reducir la separación entre “las aspiraciones más concretas e inmediatas de la sociedad y las decisiones de grandes cambios que pueden colmarlas”. Esto pasa por reconocer lo que piensan, sienten y necesitan los ciudadanos y por ayudarlos a entender cómo se puede obtener lo que quieren y los límites, obstáculos y requisitos que se encuentran en el camino. Hallo muy ricos estos contenidos para la noción de liderazgo didáctico, pero me gustaría ampliarlos, pues los veo insuficientes para sustentar un quehacer político y gubernamental que nos mueva hacia la responsabilidad ciudadana, hacia la participación, hacia querer ser y sentirnos ganadores. El concepto psicológico de autoeficacia viene entonces a cuento.

La autoeficacia consiste en las creencias que tienen las personas acerca de su capacidad de realizar satisfactoriamente una tarea (de esa manera, se puede distinguir la autoeficacia de una persona para el estudio, para ser padre, para cuidar de su salud o para ejercer una profesión u oficio). La autoeficacia está en la base de la persistencia ante los obstáculos, de la planeación de la acción, de la apertura al cambios, entre otras actitudes y conductas constructivas. Para fortalecer su autoeficacia una personas requiere, entre otros factores, percibir sus logros pasados; identificar la relación entre lo que ella hizo y esos logros, al tiempo que admite sus errores y los convierte en oportunidad de cambio; aprender de otros que es posible realizar bien las tareas en cuestión y recibir una retroalimentación positiva por sus acciones y éxitos.

Los políticos y gobernantes deberían ser promotores de lo que se podría llamar autoeficacia ciudadana. Para eso tendrían que favorecer la libre circulación de información objetiva sobre la situación del gobierno y del país en general; presentar los resultados de sus acciones como producto de todos, no sólo de ellos; abrir la discusión de los grandes temas nacionales y abrirse ellos mismos a la discusión; hacer públicos los diferentes escenarios y traer a revisión las experiencias nacionales y extranjeras, sin miedo a reconocer que no tienen todas las respuestas; reconocer con precisión las insuficiencias de ellos y de los ciudadanos para precisar los asuntos pendientes y las conductas a mejorar en los gobernantes y los gobernados; proponer retos a la ciudadanía como quien trata con personas capaces de las que se puede esperar mucho. De alguna manera, tendrían que ser como los buenos maestros.

Ahora que, por donde se mire, México está en plena carrera electoral, me gustaría ver que los partidos políticos, asumiendo un liderazgo didáctico, no sólo ofrecieran soluciones sino que propusieran hacernos parte de las soluciones (por supuesto, sin desentenderse de sus obligaciones) para, entre todos, hacer un México ganador, uno cuyos ciudadanos estén orgullosos del presente que ellos mismos han creado, no sólo de lo que otros mexicanos más o menos etéreos les entregaron. Y me gustaría que los mexicanos nos hiciéramos cargo de nuestras responsabilidades, entre las cuales están exigir a los partidos planteamientos inteligentes y pensar qué queremos para este país, cómo queremos verlo ganador.

En congruencia con ese deseo, en algunas de las siguientes entregas de este blog retomaré el tema de hoy. Los invito a dejar sus comentarios acerca de su evaluación del país (qué ha logrado, qué no, quién ha hecho su trabajo, quién no) y acerca de qué significaría que México fuera un país ganador.

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¿Dónde quedó la bolita?

Hace unos días vi afuera de la estación Tacubaya del Metro a un estafador que se valía del truco de la bolita. Para quien nunca haya visto este tipo de estafa, se trata de esconder una pelotita muy pequeña debajo de uno de tres objetos cóncavos -tapas de frasco en este caso-, mover rápidamente las tres tapas y pedirle a un observador que adivine debajo de cual está. Lo normal es que haya una apuesta de por medio. Cuando llegué a donde estaba este timador, le acababa de esquilmar cien pesos a uno que tenía apariencia de albañil. De inmediato, una mujer que estaba viendo dijo, «a ver, yo» mientras extendía un billete de quinientos pesos. «Â¿Quinientos?», le preguntó el defraudador. Ella dijo que sólo doscientos. El hombre de la bolita hizo su juego, la mujer puso su dedo sobre una de las tapas, dudó y finalmente eligió otra en la que estaba la bolita. «Ganó» doscientos pesos y el albañil se aprestó a apostar de nuevo ante la evidencia de que se podía ganar. El truhán y su palera habían actuado de manera impecable.

Además del coraje por ver cómo le robaban su sueldo a un trabajador a plena luz del día, mi otra reacción fue preguntarme: ¿cómo es posible que alguien crea que le va a ganar al tahúr?. El problema de jugar a la bolita no es vencer con la vista la velocidad de unas manos, ni calcular y superar las probabilidades. El problema es que no hay bolita. El estafador la esconde entre sus dedos mientras sigue desplazando las tapas para distraer al incauto. Después de que este último escoge una tapa vacía (todas están vacías) y pierde, el timador empieza de nuevo. Si se llega a ver forzado por la duda del perdedor, lo único que hace es deslizar la bolita debajo de otra tapa mientras la levanta. Si los clientes son escasos, hasta puede dejar ganar a un jugador auténtico. Supongo que también habrá ocasiones en que tienen que salir corriendo.

Después de hacerme la pregunta del párrafo anterior me surgió otra: ¿es este juego la única situación en la que creemos que hay bolita cuando no hay nada en realidad? Mi respuesta casi inmediata fue que no, que hay muchas otras situaciones en que las personas nos convencemos o dejamos que nos convenzan de que podemos encontrar algo inexistente y beneficiarnos con ello. El ámbito en el que esto ocurre más claramente es el de la política. Debajo de los discursos con voz engolada y con pelo engominado, de los pleitos entre partidos, de la defensa exaltada de posturas, de la indignación ante las posturas de los contrarios, de las alianzas y las rupturas, con frecuencia parece no haber nada más que las tapas, es decir, intereses personales o de grupo. Los ciudadanos, por nuestra parte, nos ponemos de un lado o de otro o, si queremos ser más analíticos, tratamos de ver lo positivo y lo negativo en los diferentes planteamientos. En ambos casos, creemos que hay algo digno de ser discutido, apoyado o rechazado, imaginamos que hay una propuesta que, de salir adelante, puede beneficiarnos. Por supuesto, también existen aquellos escépticos que piensan que no vale la pena dedicarle tiempo a considerar lo que dicen o hacen los políticos porque estos sólo ven por su propio interés, es decir, porque no hay bolita.

Me parece triste decirlo, pero creo que, ante un asunto específico que se esté discutiendo entre políticos, un escéptico tiene mayor probabilidad de dar en el clavo que quienes se pongan a hacer un balance de pros y contras. Escribí «mayor probabilidad», no que los escépticos siempre tengan a razón. Y esa es la cuestión. Con frecuencia, debajo de los intereses propios de los gobernantes (y aspirantes a serlo) sí hay una bolita, un problema real que puede ser resuelto con mayor o menor beneficio para la población. Peor todavía. Aunque sólo existan las tapas, es decir, la pura conveniencia de los líderes, el hecho es que lo que resulte afectará a los ciudadanos, cuando menos porque se están usando recursos del erario. Cuando más, porque la decisión facilitará o hará más difícil su vida. En fin, la trampa consiste en que, aunque estemos ciertos de que no hay bolita, aunque sepamos que ganaremos sólo si el tahúr quiere dejarnos ganar, tenemos que estar atentos al juego de la política, si no queremos perder más.

Eso sí, tenemos que estar atentos a los posibles paleros. Estos, en primer lugar, son los mismos políticos, quizá más los que se oponen a una propuesta que los que la apoyan. Los opositores pueden ayudar a crear la ilusión de que una mala iniciativa purificada por sus críticas ya es aceptable.

Otros paleros son los comentaristas de los medios (incluyendo los blogueros como un servidor). Como los políticos opositores, los escribidores y locutores contribuyen a producir el espejismo con la ventaja añadida de que pueden parecer más imparciales o, al menos, preocupados por un valor que nosotros también apreciamos, llámese justicia, libertad o eficiencia.

Y así se puede seguir identificando paleros hasta incluir, por ejemplo, a las lecciones de civismo, que nos enseñan cosas muy bonitas sobre el quehacer político. Pero aquí se impone hacer matices de nuevo. No estoy diciendo que todos los políticos que se oponen a uno de sus colegas, ni todos los articulistas de la prensa, ni todas las lecciones de civismo sean cómplices de engaño. Creo que muchos han asumido honestamente la necesidad de estar atentos a las tapas para esperar la ocasión en que de verdad habrá una bolita debajo o para limitar las repercusiones de la prestidigitación de los hombres y mujeres de estado, además de que algunos de estos últimos no pretenden abusar de los ciudadanos (¡sí los hay!).

En suma, a pesar de mi propio escepticismo, acepto que no nos quedan más que dos opciones: dejar que los políticos hagan con nosotros y nuestros recursos lo que quieran o aceptar el mal menor de dedicar tiempo a observar sus manos para reducir los daños, obligarlos a dejarnos ganar algunas veces y, en otras ocasiones, hacerlos correr. En lo personal me inclino por la segunda opción.

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Un búlgaro, un coreano y una mexicana

Estos eran un búlgaro, un coreano y una mexicana en un salón de clase… No es el inicio de un chiste xenófobo, es el comienzo de un recuerdo. Hace casi 20 años, mi esposa, Laura, cursaba la maestría en Letras y se inscribió en la clase de un investigador búlgaro que estaba como profesor invitado en la UNAM y que en la Ibero habían aprovechado para dar un curso de literatura rusa, la especialidad de Nicolai Zvezdanov. Sólo había dos alumnos, el otro era un coreano llamado Il Wan Go.

Nicolai e Il Wan leían y escribían bien en español, pero, dado que estaban algo limitados en el terreno oral (y Laura, por su parte, no hablabla ni una palabra de coreano o búlgaro), no era de extrañarse que se dieran situaciones como aquella en que Il Wan hizo doble tarea, la suya y la de Laura, porque no entendió la indicación que Nicolai le dio. Pero, en general, oírlos dialogar era presenciar un prodigio. A pesar de que era obvio que cada uno entendía lo que podía, los tres terminaban cada clase con la sensación de haber profundizado en la comprensión de El Maestro y Margarita, de Bulgakov, texto central del curso, y de haber aprendido mucho de los demás. Además, se fueron haciendo grandes amigos. Tal vez, el no tener que pelear para conformar un estricto marco común (recuerdo a Popper) facilitó todo esto.

Esa amistad no se dañó por la perplejidad que producían en Nicolai e Il Wan los modismos de Laura cuando, por ejemplo, les daba indicaciones para llegar a algún lugar: «está a tiro de piedra», «no hay pierde», «está al ladito», etc. Tampoco sufrió cuando las limitaciones del lenguaje de Nicolai dieron lugar a otra situación embarazosa. Lo habíamos invitado a cenar a casa de mi suegro quien durante un buen rato estuvo conversando alegremente con Nicolai. En algún momento, este último adoptó un tono de discurso: «Señor, lo felicito por su hija (mi suegro se esponjó de orgullo), ella es tan, tan, tan (al tercer «tan», me empecé a preocuparme)… tan pintoresca», (des)acertó a decir. El rostro de mi suegro se congeló. Aunque Nicolai seguía alabando a Laura, llegó un momento en que se dio cuenta de que algo no estaba bien. Pero un «salud» de alguno de nosotros restauró la armonía. Nunca entendí qué significaba pintoresca para él.
El endeble puente constituido por el español era reforzado de vez en cuando por un puente más estrecho pero un poco más sólido: el ruso. Nicolai tenía una alumna en la UNAM, Margarita, que hablaba ruso, lengua que aquel dominaba. Margarita era tímida pero, cuando coincidía con los otros dos alumnos cercanos al maestro, salvaba varias situaciones al explicar a Nicolai lo que Laura en español e Il Wan en medio español querían decir.

Nicolai estaba encantado en México, absorbía todo lo que podía (el español hablado, con cierta lentitud, ya lo dije) y ofrecía todo lo que tenía: conocimiento, sabiduría y una alegre y sincera amistad. Le gustaba la literatura mexicana y latinoamericana aunque les encontraba un pero: les faltaba, decía él, tragicismo. Para un amante de la literatura rusa, que la estudió en la Unión Soviética y que creció en un régimen totalitario, nuestras novelas eran casi humorísticas comparadas con las de Dostoievski, Tolstoi y Bulgakov. El tragicismo de Nicolai se reflejaba en un desencanto latente que se hacía evidente cuando consideraba su vida en declive por haber llegado a los 42 años. No obstante su incansable y exitoso trabajo académico, pensaba que ya no había nada más para él. Este pesimismo venía de una vida en el autoritarismo y en la desconfianza. A pesar de la caída del muro, no tenía esperanzas en la política de su país, quizá ni en la de ningún otro país.

Sin embargo, como  ya he dicho, también era un amigo alegre, tal vez seguía teniendo esperanza en las personas. El asunto es que era divertidísimo en las reuniones, en especial aquella a la que él invitó cuando vivió por un tiempo en la abandonada casa de la agregaduría cultural búlgara. Convocó a una red de amigos formada a partir de sus dos alumnos de la Ibero y nos atendió como diplomáticos en esa casa a un tiempo elegante y fría. Nos sentamos a una mesa de unos siete metros de longitud para disfrutar de lo que él mismo cocinó y de allí nos levantamos para bailar a la búlgara, con vasos de vodka en la cabeza o en los pies. En esa ocasión mostró lo que, forzándolo un poco, se puede interpretar como una mudanza en su valoración de la literatura latinoamericana. Al bailar y cantar ensimismado y exultante «María Cristina me quiere gobernar», parecía haber descubierto en esa rumba un mensaje profundo oculto para todos los demás.

Para cuando ocurrió esa cena, Margarita ya había adoptado abiertamente el papel que todos sabíamos que tenía, el de pareja de Nicolai. Bueno, casi todos, pues unos días antes Il Wan había tenido una epifanía que lo hizo exclamar mientras señalaba a Margarita y Nicolai: «Joo, el Ma-es-tro y Mar-ga-ri-ta», en referencia a la novela estudiada en clase. Estoy seguro de que Margarita, al acompañarlo cuando regresó a Bulgaría, ayudó a Nicolai a darse cuenta de que a los 42 años no era un viejo de decadencia. Los cambios en las circunstancias de su país ayudaron también. Al poco de llegar a casa, después de años de estar ninguneado, lo nombraron decano en su universidad, la de Cirilo y Metodio. Algún tiempo después tuvieron una hija a la que llamaron Estrella, como el apellido de su papá.

Esa y otras pocas noticias más tuve del Maestro y de Margarita desde que nos despedimos de ellos una noche fresca de mayo. Experimentábamos todos una emoción difícil de contener por nuestra conciencia de que, después de meses de intensa amistad, nos despedíamos quizá para siempre. Nicolai, como se acostumbra en los pueblos eslavos, estuvo a punto de darme un beso de despedida en la boca. Afortunadamente para todos, ahora sí captó el lenguaje no verbal mexicano y todo quedó en largos y estrechos abrazos. Pero tuvo otro gesto que no he observado en ninguna de las despedidas similares a las que me he enfrentado. Nunca ofreció regresar, ni escribir, ni llamar por teléfono, solamente gritó una y otra vez mientras nos alejábamos «voy a contar todo, voy a contar todo». Es la promesa de conservación de la amistad y del recuerdo más original y más elogiosa que me han hecho. Estoy seguro de que la cumplió. Con estos párrafos espero haberle correspondido un poco.

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Número equivocado

Era el año 1999, el del primer teléfono celular. El primero en mi vida, quiero decir. Era marzo o abril de ese año y yo tenía una hija casi recién nacida y otros dos debajo de los cinco años. Por experiencia sabía que en cualquier momento podía surgir una emergencia: que le subiera la temperatura a la bebé, que le dieran cólicos o, peor, que se le acabaran los pañales. Necesitaba que me pudieran localizar rápidamente si se necesitaba algo: medicinas, pañales o fórmula láctea. A pesar de que los celulares me habían parecido hasta entonces un instrumento de ostentación, creí conveniente comprar uno para, en caso de una emergencia, estar siempre localizable. Sí, fui ingenuo, pensaba que ese aparatito realmente me mantendría siempre al alcance. Si hoy en día las famosas «Ã¡reas de servicio» fluctúan caprichosamente, hace once años eran de plano evasivas.

Mi primer equipo celular era de esos que se abren para usarlos (¿tipo polvera, les dicen?). Eso me resultaba un poco incómodo pero era relativamente bonito y pequeño (no quería cargar los ladrillos que solían verse en ese entonces). No sé cuántas llamadas hice o recibí en la primera semana con celular, no creo que hayan llegado a diez en total. La mayoría de ellas pasó a la categoría de llamadas perdidas o terminaron en el buzón de voz porque no había señal o porque yo tardaba mucho en contestar. No estaba acostumbrado a la compañía del teléfono móvil y se me olvidaba qué significaba esa vibración en mi bolsillo. Lo curioso es que, de esas diez llamadas, cuatro fueron equivocadas y que, al pasar al buzón, tuvieron consecuencias funestas, aunque no para mí.

La primera vez que vi en la pantalla del teléfono que tenía un mensaje de voz me inquieté, pensé que era una emergencia de casa. Presioné el botón que debía llevarme al buzón de voz para escuchar el mensaje. Para mi sorpresa y alivio, una voz femenina, joven y cariñosa me decía, por error, palabras más, palabras menos: «te extraño mucho, pero ya vas a llegar, te amooo». «Número equivocado», pensé, y colgué.

Un poco más tarde ese mismo día, había otro mensaje en mi buzón. «Mi vida, ¿a qué hora sales? Estoy en la estética y después me voy a arreglar para que me veas muy bonita. No quiero que lleguemos tarde a la boda de mi prima, ¿no se te olvidó, verdad?». También le hacía saber que estaba ansiosa por presentarlo a su familia. Iba a presumir a su nuevo novio y parecía muy confiada en que causaría una gran impresión. Hizo además un par de comentarios sobre las habilidades amatorias del muchacho que me hicieron sonrojar. Me llamó la atención que se equivocara por segunda vez consecutiva pero supuse que el joven no tardaría en llamar a su amada y en sacarla del error.

No fue así. Yo no contestaba las llamadas a tiempo. Entre darme cuenta de que el aparato estaba vibrando (siempre me ha disgustado la irrupción del tono de un celular), sacarlo del estuche, abrirlo y presionar el botón Send me tardaba tanto que quienes me estaban llamando colgaban o terminaban escuchando «este es el buzón de voz de cinco, cinco, tres, uno, cuatro, dos, nueve, cero, seis, seis, deje su mensaje». Por eso obtuve una tercera grabación. La muchacha se oía nerviosa. «Ya estoy lista, ¿eh? ¿Ya bajaste del avión? ¿Pasas por mí o paso por ti?». Estaba impaciente. De seguro no quería llegar sola a la boda después de haber anunciado a un partidazo. Consideré unos segundos la posibilidad de marcarle y decirle que sus anteriores mensajes no habían alcanzado su destino. No lo hice.

Por cuarta ocasión oí la voz de Lila (le doy un nombre porque a estas alturas ya creo que puedo dejar de llamarla «muchacha» y referirme a ella con más confianza), ahora borracha: «Â¿Qué te pasó hijo de la… Aquí me tienes de tu p… Qué poca madre tienes, c…» y lindezas por el estilo. Podía escuchar la orquesta y el murmullo de los asistentes detrás de la furia de Lila. Seguramente se había sentido ridícula al aparecer en la boda sin el previamente publicitado galán. «Ya me lo sospechaba, Lila soñando otra vez», pudo haber dicho, despreciativa, una de sus primas. Y Lila se desquitó con mi buzón de voz. Después de maldecir al ausente con toda la desenvoltura que facilita la ebriedad colgó. No supe más de ella. ¿Volvió a intentar ponerse en contacto con su novio? ¿La llamó él y ella no le tomó la llamada? ¿Se aclaró todo y fueron muy felices?

Me pregunté entonces y me he vuelto a preguntar después, por qué no llamé a Lila para avisarle de su error. En primer lugar, me respondo que aquello me parecía un claro error de dedo, no concebía que ella tuviera mal registrado el número de su novio, así que nunca preví el desenlace. Pero, ante todo, no la llamé por discreción. Yo no debía saber lo que sabía y pensé que ella pasaría por una gran vergüenza al darse cuenta de que me había revelado intimidades. Yo pasaría por chismoso. Recuérdese que se trataba de la era pre-Facebook. En ese entonces uno no tenía acceso a todo tipo de detalles y chismes de los amigos de los amigos (y de completos desconocidos) y mucho menos se sentía con derecho a decir «me gusta» o «súper, los amo, XD», cuando alguien daba a conocer a los cuatro vientos (perdón por el anacronismo de la expresión) que estaba con su pareja dándole de comer a los patos en Chapultepec.

Tal vez la discreción, ese componente de la buena educación, según mis padres, no es una virtud en la época de la comunicación multimodal y omnipresente, en un mundo con celulares, Facebook y Twitter.

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¿Festejar la Revolución Mexicana?

Porfirio Díaz
No es lo mismo la Independencia que la Revolución Mexicana. Me refiero a que tienen características por las que no puedo contemplar de la misma manera los dos aniversarios que este año se están celebrando fastuosa e impuntualmente. Me explico.

La Independencia, al margen de la discusión sobre si debemos celebrar su inicio o su consumación, representa un claro punto de inflexión a partir del cual se puede hablar de un nuevo país, así sea sólo legalmente. Por supuesto, no todo es muy cristalino, para empezar, los intereses que consumaron la independencia no eran los mismos que los que la iniciaron. Pero al menos sabemos que esos diferentes intereses coincidían en la búsqueda de un país independiente y que eso obtuvieron. Si alguien se siente mexicano, con todos los asegunes que esto tiene (ver los míos en mi publicación de hace dos meses en este mismo blog), puede celebrar el bicentenario de la Independencia como el nacimiento de este país del que se considera parte.

La Revolución Mexicana no se presta para lo mismo. Podemos darle como inicio el 20 de noviembre de 1910 pero no podemos darle como fin el 25 de mayo de 1911 (menos de un año después), fecha en que Porfirio Díaz renunció a la presidencia, es decir, cuando el levantamiento obtuvo lo que pretendía. En cambio, llamamos también Revolución Mexicana a los enfrentamientos ocurridos durante varios años más y que ya no tenían como objetivo derrocar a Porfirio Díaz sino que uno u otro caudillo revolucionario llegara al poder. (Me parece curioso como el discurso del festejo del centenario llama a la Revolución Mexicana «el movimiento armado», como si fuera un solo movimiento medianamente coherente y no un tremendo enredo de intereses).

Si se considera al movimiento cristero como una respuesta a políticas instauradas por algunos de los caudillos, se puede decir que los enfrentamientos siguieron hasta 1929. Además, en ese año, Plutarco Elías Calles funda el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que después se transformaría en Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, más tarde, en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ese partido se encargó de canalizar políticamente (decir que electoralmente sería una burla) las luchas armadas previas entre revolucionarios. Desde cierto punto de vista, ese año de 1929 puede ser declarado (y varios historiadores así lo hacen) el año de terminación de la Revolución Mexicana. Pero no el de su consumación, por la simple razón de que es difícil atribuir un objetivo a esas múltiples y cambiantes facciones que guerrearon durante diecinueve años. La Revolución Mexicana, entonces, no se consumó sino que se consumió.

Por otra parte, si hacemos caso a la retórica del PNR, el PRM y el PRI, la Revolución Mexicana continuó sin batallas por varias décadas más. Políticas educativas, movimientos artísticos y, sobre todo, el omnipresente PRI, trataban de crear la sensación de que todo lo que pasaba en este país era resultado de la gloriosa Revolución Mexicana. Hasta para defenderse de sus críticos, el PRI acusaba a estos de tener intereses oscuros (también los calificaba de exóticos) contrarios a la Revolución Mexicana y a la nación que dicho partido se había apropiado. Igual que los obispos se justifican como sucesores de los apóstoles, los priístas se justificaban como herederos (y alguno como cachorro) de la Revolución Mexicana. No necesitaban otro mérito o virtud (muchos de sus políticos, de hecho, no los tenían).

Al considerar los costos en vidas y en infraestructura de los casi veinte años de guerra y los costos en civilidad y en desarrollo económico de los setenta años de regímenes «revolucionarios», no puedo dejar de pensar la Revolución Mexicana de una manera similar a como pienso el sismo de 1985: abrió la puerta a algunas mejoras sociales, políticas y culturales y trajo otros males en los mismos terrenos pero, en sí misma, fue una desgracia. Por tanto, no veo cómo festejar la Revolución Mexicana. Puedo recordar lo que fue y lo que trajo; valorar a algunas personas y resultados, comprender a otros y repudiar a otros más; empatizar con los que sufrieron la violencia y con todos aquellos a los que la revolución no les hizo justicia sino que los ajustició con pobreza; puedo constatar los genes «revolucionarios» que perviven en nuestra vida pública. En fin, puedo tratar de aprender algo de la Revolución Mexicana, pero no festejarla.

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Aprender algo nuevo cada… ¿año?

El pasado 11 de noviembre asistí a una conferencia dictada por Richard Elmore (ver foto), un profesor de Harvard, con el título «Reforma educativa y aprendizaje escolar». En realidad presencié sólo los últimos quince minutos de la conferencia pues diferentes circunstancias me impidieron llegar desde el inicio al edificio de la Secretaría de Educación Pública situado en la calle de Argentina, donde se realizó el evento. Pero en esos quince minutos, de hecho, en los últimos cinco, Elmore dijo algo que me hizo reflexionar sobre mí mismo, en tanto profesional de la educación y en tanto persona.

Richard Elmore

El conferencista comentó que procura regularmente emprender el aprendizaje de algo nuevo hasta llegar a tener un cierto dominio del tema. En algún momento estudió fotografía, logró dejar de ser un mero aficionado y ahora está tratando de pintar acuarela. Esta revelación personal vino a cuento a propósito de la explicación de sus ideas pedagógicas que alguien del público le solicitó. Expresó que, para él, el trabajo del maestro no consiste en transmitir conocimiento, pues eso ni siquiera es posible, sino en transferir el control del aprendizaje del maestro al estudiante. Esta idea, por supuesto, no es original, ni siquiera está expuesta de la mejor manera posible, pero lo importante es el papel que en la aplicación de esta idea juegan sus proyectos personales de aprendizaje. Iniciar el aprendizaje de temáticas de las que desconoce casi todo (por lo que necesita un maestro) le sirve a Elmore, al menos así lo entendí yo, para experimentar lo mismo que un estudiante, en especial, experimentar lo que le pasa a un maestro que está asumiendo el papel de estudiante cuando es parte de las acciones de reforma educativa que Elmore investiga y asesora.

Esta versión de la consigna «salario mínimo al presidente para que vea lo que se siente» me pareció una recomendación muy pertinente para todos aquellos que desde la docencia, desde la formación de docentes, desde la investigación o desde la administración educativa proponemos o hemos propuesto alguna vez que los estudiantes cambien sustancialmente, sobre todo para quienes creemos que los maestros mexicanos deben cambiar sustancialmente su práctica para que la educación de este país sea de calidad. Si no tenemos idea de lo que significa cambiar nuestra forma de ejercer una profesión después de años de hacerlo de otra manera, es decir, si no sabemos por experiencia propia lo que es aprender algo desde cero o casi cero, no podremos entender a los maestros que queremos cambiar. Lo bueno es que todos hemos tenido esa experiencia… varios años atrás. «Sólo» hace falta recordarla, volverla a vivir o hacer un ejercicio honesto de empatía con los maestros.

Pero esta confidencia de Elmore puede ser aprovechada al margen del quehacer educativo. Me parece una especie de aventura eso de aprender algo nuevo, de verdad nuevo. En lo personal, me gusta mucho aprender constantemente, pero debo reconocer que, al menos desde hace algunos años, aprendo principalmente sobre campos en los que ya me muevo con cierta fluidez, la mayoría de los cuales son parte de mi trabajo. Al pensar en aquellos momentos en los que he tenido que reacomodar ideas, habilidades y hábitos para hacerme de un nuevo conocimiento, recuerdo emociones muy fuertes, tanto de placer como de miedo, miedo que, al ser vencido se transformó en placer, en satisfacción. Quizá lanzarme de nuevo a una empresa de aprendizaje profundo me podrá proporcionar no sólo esas emociones, no sólo conocimientos útiles sino, espero, me permitirá mantener la mente despierta y el espíritu abierto a la comprensión de los procesos de aprendizaje de los demás. Ahora resta definir el tema al que se dirigirá ese proyecto.

¿Quisieras compartir tus propias experiencias de aprendizaje? Más abajo en esta página encontrarás un cuadro en el que puedes escribir tus comentarios.

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Parecer antes que ser – los políticos, una vez más

En su artículo de hoy en Reforma, titulado «Alto vacío», Juan Villoro habla de los gobernantes como incultos y dedicados a la apariencia contra la congruencia. Sus ejemplos son Sebastián Piñera, presidente de Chile y desconocedor del linaje nazi de la expresión Deutschland über alles; Luis Echeverría, presidente de México de 1970 a 1976, desconocedor de la ubicación geográfica de Berlín y Antanas Mockus, candidato perdedor a la presidencia de Colombia. Este último es, de hecho, el contraejemplo de la tesis de VIlloro, pues, cito a Villoro: «Cuando le preguntan algo no concede una respuesta, sino que ofrece una reflexión. Eso lo perjudicó seriamente».

Si leemos los diarios, escuchamos los noticieros en la radio o los vemos en la televisión, podemos darnos cuenta de que la mayoría de los políticos no reacciona como Mockus y parecen tener como lema: «antes la incongruencia o la falsedad que tardarse en contestar». Desafortunadamente, parece que las posiciones de liderazgo, no sólo en el gobierno, sin también en la iniciativa privada, en la escuela o en el hogar, invitan a adoptar esa consigna. La salida fácil a los problemas que plantea ser líder es la de parecer fuerte sin serlo. Lástima que aparentar ser fuerte no sirve más que fugazmente si realmente no se tiene la fortaleza para impulsar a un grupo a identificar sus objetivos y a trabajar por ellos.

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Reglas de etiqueta para Internet: ¿moda o necesidad? Siete reglas

“¿Sabe usted escribir un mensaje de texto en un teléfono celular?”. Esta es la pregunta que podría sustituir a la clásica “¿Puede usted escribir un recado?”, que aparece en los cuestionarios de varios estudios sociales para conocer si una persona sabe leer y escribir o es un analfabeta funcional. Se podría preguntar también si el entrevistado escribe en su muro de Facebook o si “tuitea”, al menos, de vez en cuando. No tengo estadísticas, pero basta observar  un rato a la gente en las calles, en las oficinas, en los restaurantes, en las escuelas o en el Metro para poder concluir, de manera poco científica pero incontrovertible, que son muchos los que usan alguno de estos medios para comunicarse con sus conocidos o desconocidos. Y que seguramente son más que los que escriben un recado en su casa o en su trabajo.

Ante este fenómeno, muchos hablan del nacimiento de una nueva forma de escritura y algunos proponen reglas de etiqueta para ella. De hecho, las reglas de etiqueta para Internet (o netiqueta si traducimos el inglés netiquette) existen desde los ochenta, antes de que existiera la world wide web, es decir, antes de que pudiéramos hacer clic en las páginas cuya dirección empieza con “http://“. Y muchas de esas reglas son muy pertinentes para aprovechar la red y no causar molestias innecesarias a los destinatarios de nuestros mensajes. De hecho, se refieren no tanto a la forma de escribir los textos sino a la forma de difundirlos. Sin embargo, las recomendaciones que más circulan en las revistas y en las secciones de Internet de los diarios son del tipo: “no escribas con mayúsculas porque en Internet eso es como si estuvieras gritando”. Como si los textos en Internet fueran distintos a los que se pueden escribir en papel.

Concedo que un mensaje SMS por celular o una publicación en Twitter pueden requerir ajustar un poco nuestra escritura. Pero no es la primera vez que un medio nuevo provoca esto. No tenemos que irnos hasta la invención de la imprenta o más allá. El telégrafo (¿lo conocen los menores de 30 años?), hoy usado para poco más que amenazar a los deudores de los bancos, ya exigía que escribiéramos cosas como “BIEN SALUD. VENTAS HELADO MAL. MUCHO FRIO (sic, si mal no recuerdo, no había acentos en los telegramas, como tampoco minúsculas). FAVOR ENVIAR DINERO”. Como la tarifa más baja sólo permitía diez palabras, no podía uno decir: “Querido padre. Me encuentro gozando de buena salud a pesar del intenso frío. Pero, como te imaginarás, la gente no compra helados en esta época y mi negocio está a punto de quebrar. Por favor, envíame el dinero que pueda para irla pasando hasta que llegue la primavera”. La diferencia con los mensajes de texto o Twitter es que el mensaje debe ser corto en caracteres, no en palabras. Esto explica que se diga “Toy bien pero sin $ pq mucho frio (sic, quienes escriben SMS no suelen poner acentos) y no vendo helados manda $ pf (tampoco suelen añadir comas)”. Esos son menos caracteres que los 150 que proporciona Telcel por la cuota mínima. Esto es muy práctico y ahorrativo si uno necesita comunicarse con el teléfono celular, pero dista mucho de ser una solución originalísima y genial. Ni hablar de recomendarla para otros medios, ni siquiera para los correos electrónicos. Se cobre por caracteres, por palabras, por kilobytes o por gramos (el correo ordinario), la comunicación completa y clara en el lenguaje conocido por la mayoría de los hablantes es insustituible, sobre todo si se quiere decir algo más que “hola wey, vms al cine? (sic por la transcripción de güey, derivación de buey, y por la ausencia del signo de interrogación inicial)” o (“trae leche y pan”).  Por algo no se ha generalizado la taquigrafía, escritura económica por excelencia.

Lo que quiero decir es que ni los mensajes por celular ni el correo electrónico reinventan la escritura. Es obvio que introducen nuevas condiciones, que imponen adaptaciones en nuestra forma de escribir. Pero no exigen una nueva gramática ni mucho menos. La mayoría de las normas aplicables a un correo electrónico ya se aplicaban a una carta de esas que se metían en un sobre o pueden pedirse también a un memorándum dentro de una empresa. Eso sí, no está de más hacer explícita la transferencia de algunas de esas normas al correo electrónico, así como proponer otras derivadas de las peculiaridades tecnológicas y sociales de este medio. Las normas serán útiles en la medida en que favorezcan la comprensión, la economía de tiempo y dinero y la seguridad. Me atrevo a proponer siete reglas que buscan ser útiles en los sentidos mencionados pero que, reconozco, también nacen de mis propias obsesiones y del desconcierto ante ciertas prácticas de mis corresponsales electrónicos.

  1. No usar sólo mayúsculas. No porque crea que me están gritando (sí creo que escribir algunas palabras con puras mayúsculas, en ciertos contextos, significa tratar a los lectores como tontos que no pueden entender una idea escrita con altas y bajas), sino porque los párrafos son más difíciles de leer (si se cree que el destinatario está medio ciego, se puede agrandar la fuente sin necesidad de convertir todo a mayúsculas), se dan confusiones entre palabras que pueden ir acentuadas o no (la mayoría de quienes usan sólo mayúsculas no emplea acentos) y porque, al menos a mí (una vez más admito que mis prejuicios y obsesiones me impulsan a escribir esto), esos textos me dan la impresión de flojera y descuido, no me provocan interés en leerlos.
  2. Si se va a reenviar un correo con un chiste, un mensaje inspirador, una advertencia de peligro o un llamado a unirse a una causa, tener cuidado de usar archivos adjuntos sólo si es necesario. Es decir, si un chiste no necesita imágenes y ser contado en capítulos estrictos (las diapositivas de un PowerPoint pueden ayudar a crear suspenso o a sorprender), ¡no hace falta insertarlo en una presentación PowerPoint! Basta teclear el chiste en el cuerpo del correo electrónico. Lo mismo puede decirse de cualquier otro tipo de mensaje. ¿Por qué propongo esta regla? Porque los archivos adjuntos hacen lenta la transferencia de los correos del servidor a nuestra computadora, porque llenan nuestros buzones de entrada y porque pueden traer virus.
  3. Enviar sólo lo que vale la pena enviar. Sé que esta regla es muy general y que no sólo se aplica a Internet, pero no quiero dejar de presentarla. Lo que quiero decir es: refrenar el impulso de hacer clic automáticamente en el botón «Enviar» y, sobre todo, en el botón «Reenviar», revisar el contenido dos o tres veces para determinar:
    • Si el chiste que enviamos lo contaríamos a nuestros amigos cara a cara. Si no lo haríamos porque no le daría risa a nadie, quizá no vale la pena enviarlo. Por lo demás, reconozco que enviar ciertos chistes por escrito ayuda a quienes no tenemos mucha gracia o para descargar en “la red” la responsabilidad de contar un chiste peladísimo.
    • Si el mensaje inspirador nos dice algo a nosotros o si solamente suena bonito y tiene muchas fotografías espectaculares. Si ocurre esto último, uno podría tomarse la molestia de borrar textos sin sentido o cursis y dejar sólo las imágenes (que también podrían “subirse” a Facebook o Flickr y sólo enviar el enlace por correo).
    • Hablando de mensajes inspiradores: ¿ya confirmaste que esos párrafos que te llegaron de verdad fueron escritos por Borges, García Márquez o Vargas Llosa? Si no tienen el prestigio de haber sido escritos por ellos, ¿te siguen pareciendo interesantes o motivadores?
    • Si la advertencia de peligro tiene bases reales. No es suficiente el criterio de “por si las dudas”. Ya sabemos lo que le pasó a Pedrito por andar asustando con el lobo cuando no había tal.
    • Si la causa noble existe o si es tan noble. ¿Ya revisaste si el correo que te llegó y que dice que hay un niño perdido incluye fechas (y fechas recientes), si la casa del niño está en tu ciudad o, al menos, en tu región o país? ¿Verificaste que existe esa política empresarial a la que te piden boicotear? ¿Está en extinción el canario rayado o siquiera existe?
  4. Si el mensaje pasó la prueba de la regla anterior, incluir en el cuerpo del mensaje una pequeña nota para que los receptores sepan que uno lo mandó, que no es obra de un programa invasor que reenvía mensajes spam o virus automáticamente. Basta con “Les recomiendo estos chistes. Juan”.
  5. Si el mensaje ya pasó todas las reglas anteriores, no lo reenvíes a quienes sabes que ya lo recibieron. Revisa los destinatarios que incluyó quien te envió el mensaje, en caso de que no estén ocultos (ocultarlos es buena práctica).
  6. Ir al grano en las noticias e invitaciones. Cuando el tema, la fecha, la hora o el lugar de un evento está perdido en el mensaje hay menos probabilidades de que el lector se interese y asista. Últimamente está de moda hacer invitaciones o comunicar noticias mediante archivos pdf o imágenes que reproducen los carteles con los que se difunde algo en las paredes de las empresas o las escuelas. El “asunto” del mensaje está en blanco o dice nada más: “Conferencia”. Entiendo que, si ya se gastó dinero en diseñadores, se quiera difundir el bonito cartel. Pero, si ya se va a violar la Regla 2 (ver arriba), por lo menos, inclúyanse los datos básicos en un parrafito para no tener que esperar a que “baje” la imagen o el archivo pdf: “Conferencia ‘Cómo escribir correos electrónicos eficaces’, por Juan de las Pitas. Lunes 8 de noviembre en el auditorio Carla Bruni de la Universidad Auténtica del México Virtual”.
  7. Una regla de especial importancia para quienes trabajan en organizaciones: Fijarse bien en el botón en el que se hace clic para responder un correo. No es lo mismo “Responder” que “Responder a todos”. No siempre es apropiado causar un sonrojo general al enterar a todos de lo que se respondió al emisor original.

Estas reglas, es claro, no cubren todo lo que puede hacerse para mejorar la comunicación por Internet (no cubren siquiera mis obsesiones con el tema). Tal vez alguien piense que no son de utilidad alguna. Espero, sin embargo, que permitan comunicarme con ustedes, posibles lectores, y recibir sus críticas, precisiones o sugerencias de adiciones.

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Cumpleaños 70 de John Lennon

Hoy el el cumpleaños 70 de John Lennon. Hay mucho en la red al respecto. Se puede empezar por Google (Inicio clásico) y hacer clic en el logo-video.
http://www.google.com.mx/

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