Humberto Rivera Navarro
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¿Dónde quedó la bolita?
Posted in Crítica, Cultura, Periodismo, Política, Sociedad on 12 diciembre, 2010
Hace unos dÃas vi afuera de la estación Tacubaya del Metro a un estafador que se valÃa del truco de la bolita. Para quien nunca haya visto este tipo de estafa, se trata de esconder una pelotita muy pequeña debajo de uno de tres objetos cóncavos -tapas de frasco en este caso-, mover rápidamente las tres tapas y pedirle a un observador que adivine debajo de cual está. Lo normal es que haya una apuesta de por medio. Cuando llegué a donde estaba este timador, le acababa de esquilmar cien pesos a uno que tenÃa apariencia de albañil. De inmediato, una mujer que estaba viendo dijo, «a ver, yo» mientras extendÃa un billete de quinientos pesos. «Â¿Quinientos?», le preguntó el defraudador. Ella dijo que sólo doscientos. El hombre de la bolita hizo su juego, la mujer puso su dedo sobre una de las tapas, dudó y finalmente eligió otra en la que estaba la bolita. «Ganó» doscientos pesos y el albañil se aprestó a apostar de nuevo ante la evidencia de que se podÃa ganar. El truhán y su palera habÃan actuado de manera impecable.
Además del coraje por ver cómo le robaban su sueldo a un trabajador a plena luz del dÃa, mi otra reacción fue preguntarme: ¿cómo es posible que alguien crea que le va a ganar al tahúr?. El problema de jugar a la bolita no es vencer con la vista la velocidad de unas manos, ni calcular y superar las probabilidades. El problema es que no hay bolita. El estafador la esconde entre sus dedos mientras sigue desplazando las tapas para distraer al incauto. Después de que este último escoge una tapa vacÃa (todas están vacÃas) y pierde, el timador empieza de nuevo. Si se llega a ver forzado por la duda del perdedor, lo único que hace es deslizar la bolita debajo de otra tapa mientras la levanta. Si los clientes son escasos, hasta puede dejar ganar a un jugador auténtico. Supongo que también habrá ocasiones en que tienen que salir corriendo.
Después de hacerme la pregunta del párrafo anterior me surgió otra: ¿es este juego la única situación en la que creemos que hay bolita cuando no hay nada en realidad? Mi respuesta casi inmediata fue que no, que hay muchas otras situaciones en que las personas nos convencemos o dejamos que nos convenzan de que podemos encontrar algo inexistente y beneficiarnos con ello. El ámbito en el que esto ocurre más claramente es el de la polÃtica. Debajo de los discursos con voz engolada y con pelo engominado, de los pleitos entre partidos, de la defensa exaltada de posturas, de la indignación ante las posturas de los contrarios, de las alianzas y las rupturas, con frecuencia parece no haber nada más que las tapas, es decir, intereses personales o de grupo. Los ciudadanos, por nuestra parte, nos ponemos de un lado o de otro o, si queremos ser más analÃticos, tratamos de ver lo positivo y lo negativo en los diferentes planteamientos. En ambos casos, creemos que hay algo digno de ser discutido, apoyado o rechazado, imaginamos que hay una propuesta que, de salir adelante, puede beneficiarnos. Por supuesto, también existen aquellos escépticos que piensan que no vale la pena dedicarle tiempo a considerar lo que dicen o hacen los polÃticos porque estos sólo ven por su propio interés, es decir, porque no hay bolita.
Me parece triste decirlo, pero creo que, ante un asunto especÃfico que se esté discutiendo entre polÃticos, un escéptico tiene mayor probabilidad de dar en el clavo que quienes se pongan a hacer un balance de pros y contras. Escribà «mayor probabilidad», no que los escépticos siempre tengan a razón. Y esa es la cuestión. Con frecuencia, debajo de los intereses propios de los gobernantes (y aspirantes a serlo) sà hay una bolita, un problema real que puede ser resuelto con mayor o menor beneficio para la población. Peor todavÃa. Aunque sólo existan las tapas, es decir, la pura conveniencia de los lÃderes, el hecho es que lo que resulte afectará a los ciudadanos, cuando menos porque se están usando recursos del erario. Cuando más, porque la decisión facilitará o hará más difÃcil su vida. En fin, la trampa consiste en que, aunque estemos ciertos de que no hay bolita, aunque sepamos que ganaremos sólo si el tahúr quiere dejarnos ganar, tenemos que estar atentos al juego de la polÃtica, si no queremos perder más.
Eso sÃ, tenemos que estar atentos a los posibles paleros. Estos, en primer lugar, son los mismos polÃticos, quizá más los que se oponen a una propuesta que los que la apoyan. Los opositores pueden ayudar a crear la ilusión de que una mala iniciativa purificada por sus crÃticas ya es aceptable.
Otros paleros son los comentaristas de los medios (incluyendo los blogueros como un servidor). Como los polÃticos opositores, los escribidores y locutores contribuyen a producir el espejismo con la ventaja añadida de que pueden parecer más imparciales o, al menos, preocupados por un valor que nosotros también apreciamos, llámese justicia, libertad o eficiencia.
Y asà se puede seguir identificando paleros hasta incluir, por ejemplo, a las lecciones de civismo, que nos enseñan cosas muy bonitas sobre el quehacer polÃtico. Pero aquà se impone hacer matices de nuevo. No estoy diciendo que todos los polÃticos que se oponen a uno de sus colegas, ni todos los articulistas de la prensa, ni todas las lecciones de civismo sean cómplices de engaño. Creo que muchos han asumido honestamente la necesidad de estar atentos a las tapas para esperar la ocasión en que de verdad habrá una bolita debajo o para limitar las repercusiones de la prestidigitación de los hombres y mujeres de estado, además de que algunos de estos últimos no pretenden abusar de los ciudadanos (¡sà los hay!).
En suma, a pesar de mi propio escepticismo, acepto que no nos quedan más que dos opciones: dejar que los polÃticos hagan con nosotros y nuestros recursos lo que quieran o aceptar el mal menor de dedicar tiempo a observar sus manos para reducir los daños, obligarlos a dejarnos ganar algunas veces y, en otras ocasiones, hacerlos correr. En lo personal me inclino por la segunda opción.
Un búlgaro, un coreano y una mexicana
Posted in Uncategorized on 4 diciembre, 2010
Número equivocado
Posted in Comunicación, Cultura, Personal, Tecnología, Uncategorized on 27 noviembre, 2010
Era el año 1999, el del primer teléfono celular. El primero en mi vida, quiero decir. Era marzo o abril de ese año y yo tenÃa una hija casi recién nacida y otros dos debajo de los cinco años. Por experiencia sabÃa que en cualquier momento podÃa surgir una emergencia: que le subiera la temperatura a la bebé, que le dieran cólicos o, peor, que se le acabaran los pañales. Necesitaba que me pudieran localizar rápidamente si se necesitaba algo: medicinas, pañales o fórmula láctea. A pesar de que los celulares me habÃan parecido hasta entonces un instrumento de ostentación, creà conveniente comprar uno para, en caso de una emergencia, estar siempre localizable. SÃ, fui ingenuo, pensaba que ese aparatito realmente me mantendrÃa siempre al alcance. Si hoy en dÃa las famosas «Ã¡reas de servicio» fluctúan caprichosamente, hace once años eran de plano evasivas.
Mi primer equipo celular era de esos que se abren para usarlos (¿tipo polvera, les dicen?). Eso me resultaba un poco incómodo pero era relativamente bonito y pequeño (no querÃa cargar los ladrillos que solÃan verse en ese entonces). No sé cuántas llamadas hice o recibà en la primera semana con celular, no creo que hayan llegado a diez en total. La mayorÃa de ellas pasó a la categorÃa de llamadas perdidas o terminaron en el buzón de voz porque no habÃa señal o porque yo tardaba mucho en contestar. No estaba acostumbrado a la compañÃa del teléfono móvil y se me olvidaba qué significaba esa vibración en mi bolsillo. Lo curioso es que, de esas diez llamadas, cuatro fueron equivocadas y que, al pasar al buzón, tuvieron consecuencias funestas, aunque no para mÃ.
La primera vez que vi en la pantalla del teléfono que tenÃa un mensaje de voz me inquieté, pensé que era una emergencia de casa. Presioné el botón que debÃa llevarme al buzón de voz para escuchar el mensaje. Para mi sorpresa y alivio, una voz femenina, joven y cariñosa me decÃa, por error, palabras más, palabras menos: «te extraño mucho, pero ya vas a llegar, te amooo». «Número equivocado», pensé, y colgué.
Un poco más tarde ese mismo dÃa, habÃa otro mensaje en mi buzón. «Mi vida, ¿a qué hora sales? Estoy en la estética y después me voy a arreglar para que me veas muy bonita. No quiero que lleguemos tarde a la boda de mi prima, ¿no se te olvidó, verdad?». También le hacÃa saber que estaba ansiosa por presentarlo a su familia. Iba a presumir a su nuevo novio y parecÃa muy confiada en que causarÃa una gran impresión. Hizo además un par de comentarios sobre las habilidades amatorias del muchacho que me hicieron sonrojar. Me llamó la atención que se equivocara por segunda vez consecutiva pero supuse que el joven no tardarÃa en llamar a su amada y en sacarla del error.
No fue asÃ. Yo no contestaba las llamadas a tiempo. Entre darme cuenta de que el aparato estaba vibrando (siempre me ha disgustado la irrupción del tono de un celular), sacarlo del estuche, abrirlo y presionar el botón Send me tardaba tanto que quienes me estaban llamando colgaban o terminaban escuchando «este es el buzón de voz de cinco, cinco, tres, uno, cuatro, dos, nueve, cero, seis, seis, deje su mensaje». Por eso obtuve una tercera grabación. La muchacha se oÃa nerviosa. «Ya estoy lista, ¿eh? ¿Ya bajaste del avión? ¿Pasas por mà o paso por ti?». Estaba impaciente. De seguro no querÃa llegar sola a la boda después de haber anunciado a un partidazo. Consideré unos segundos la posibilidad de marcarle y decirle que sus anteriores mensajes no habÃan alcanzado su destino. No lo hice.
Por cuarta ocasión oà la voz de Lila (le doy un nombre porque a estas alturas ya creo que puedo dejar de llamarla «muchacha» y referirme a ella con más confianza), ahora borracha: «Â¿Qué te pasó hijo de la… Aquà me tienes de tu p… Qué poca madre tienes, c…» y lindezas por el estilo. PodÃa escuchar la orquesta y el murmullo de los asistentes detrás de la furia de Lila. Seguramente se habÃa sentido ridÃcula al aparecer en la boda sin el previamente publicitado galán. «Ya me lo sospechaba, Lila soñando otra vez», pudo haber dicho, despreciativa, una de sus primas. Y Lila se desquitó con mi buzón de voz. Después de maldecir al ausente con toda la desenvoltura que facilita la ebriedad colgó. No supe más de ella. ¿Volvió a intentar ponerse en contacto con su novio? ¿La llamó él y ella no le tomó la llamada? ¿Se aclaró todo y fueron muy felices?
Me pregunté entonces y me he vuelto a preguntar después, por qué no llamé a Lila para avisarle de su error. En primer lugar, me respondo que aquello me parecÃa un claro error de dedo, no concebÃa que ella tuviera mal registrado el número de su novio, asà que nunca prevà el desenlace. Pero, ante todo, no la llamé por discreción. Yo no debÃa saber lo que sabÃa y pensé que ella pasarÃa por una gran vergüenza al darse cuenta de que me habÃa revelado intimidades. Yo pasarÃa por chismoso. Recuérdese que se trataba de la era pre-Facebook. En ese entonces uno no tenÃa acceso a todo tipo de detalles y chismes de los amigos de los amigos (y de completos desconocidos) y mucho menos se sentÃa con derecho a decir «me gusta» o «súper, los amo, XD», cuando alguien daba a conocer a los cuatro vientos (perdón por el anacronismo de la expresión) que estaba con su pareja dándole de comer a los patos en Chapultepec.
Tal vez la discreción, ese componente de la buena educación, según mis padres, no es una virtud en la época de la comunicación multimodal y omnipresente, en un mundo con celulares, Facebook y Twitter.
¿Festejar la Revolución Mexicana?
Posted in Crítica, Cultura, Política, Sociedad, Uncategorized on 21 noviembre, 2010
No es lo mismo la Independencia que la Revolución Mexicana. Me refiero a que tienen caracterÃsticas por las que no puedo contemplar de la misma manera los dos aniversarios que este año se están celebrando fastuosa e impuntualmente. Me explico.
La Independencia, al margen de la discusión sobre si debemos celebrar su inicio o su consumación, representa un claro punto de inflexión a partir del cual se puede hablar de un nuevo paÃs, asà sea sólo legalmente. Por supuesto, no todo es muy cristalino, para empezar, los intereses que consumaron la independencia no eran los mismos que los que la iniciaron. Pero al menos sabemos que esos diferentes intereses coincidÃan en la búsqueda de un paÃs independiente y que eso obtuvieron. Si alguien se siente mexicano, con todos los asegunes que esto tiene (ver los mÃos en mi publicación de hace dos meses en este mismo blog), puede celebrar el bicentenario de la Independencia como el nacimiento de este paÃs del que se considera parte.
La Revolución Mexicana no se presta para lo mismo. Podemos darle como inicio el 20 de noviembre de 1910 pero no podemos darle como fin el 25 de mayo de 1911 (menos de un año después), fecha en que Porfirio DÃaz renunció a la presidencia, es decir, cuando el levantamiento obtuvo lo que pretendÃa. En cambio, llamamos también Revolución Mexicana a los enfrentamientos ocurridos durante varios años más y que ya no tenÃan como objetivo derrocar a Porfirio DÃaz sino que uno u otro caudillo revolucionario llegara al poder. (Me parece curioso como el discurso del festejo del centenario llama a la Revolución Mexicana «el movimiento armado», como si fuera un solo movimiento medianamente coherente y no un tremendo enredo de intereses).
Si se considera al movimiento cristero como una respuesta a polÃticas instauradas por algunos de los caudillos, se puede decir que los enfrentamientos siguieron hasta 1929. Además, en ese año, Plutarco ElÃas Calles funda el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que después se transformarÃa en Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, más tarde, en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ese partido se encargó de canalizar polÃticamente (decir que electoralmente serÃa una burla) las luchas armadas previas entre revolucionarios. Desde cierto punto de vista, ese año de 1929 puede ser declarado (y varios historiadores asà lo hacen) el año de terminación de la Revolución Mexicana. Pero no el de su consumación, por la simple razón de que es difÃcil atribuir un objetivo a esas múltiples y cambiantes facciones que guerrearon durante diecinueve años. La Revolución Mexicana, entonces, no se consumó sino que se consumió.
Por otra parte, si hacemos caso a la retórica del PNR, el PRM y el PRI, la Revolución Mexicana continuó sin batallas por varias décadas más. PolÃticas educativas, movimientos artÃsticos y, sobre todo, el omnipresente PRI, trataban de crear la sensación de que todo lo que pasaba en este paÃs era resultado de la gloriosa Revolución Mexicana. Hasta para defenderse de sus crÃticos, el PRI acusaba a estos de tener intereses oscuros (también los calificaba de exóticos) contrarios a la Revolución Mexicana y a la nación que dicho partido se habÃa apropiado. Igual que los obispos se justifican como sucesores de los apóstoles, los priÃstas se justificaban como herederos (y alguno como cachorro) de la Revolución Mexicana. No necesitaban otro mérito o virtud (muchos de sus polÃticos, de hecho, no los tenÃan).
Al considerar los costos en vidas y en infraestructura de los casi veinte años de guerra y los costos en civilidad y en desarrollo económico de los setenta años de regÃmenes «revolucionarios», no puedo dejar de pensar la Revolución Mexicana de una manera similar a como pienso el sismo de 1985: abrió la puerta a algunas mejoras sociales, polÃticas y culturales y trajo otros males en los mismos terrenos pero, en sà misma, fue una desgracia. Por tanto, no veo cómo festejar la Revolución Mexicana. Puedo recordar lo que fue y lo que trajo; valorar a algunas personas y resultados, comprender a otros y repudiar a otros más; empatizar con los que sufrieron la violencia y con todos aquellos a los que la revolución no les hizo justicia sino que los ajustició con pobreza; puedo constatar los genes «revolucionarios» que perviven en nuestra vida pública. En fin, puedo tratar de aprender algo de la Revolución Mexicana, pero no festejarla.
Aprender algo nuevo cada… ¿año?
Posted in Aprendizaje, Desarrollo humano, Educación, Personal on 14 noviembre, 2010
El pasado 11 de noviembre asistà a una conferencia dictada por Richard Elmore (ver foto), un profesor de Harvard, con el tÃtulo «Reforma educativa y aprendizaje escolar». En realidad presencié sólo los últimos quince minutos de la conferencia pues diferentes circunstancias me impidieron llegar desde el inicio al edificio de la SecretarÃa de Educación Pública situado en la calle de Argentina, donde se realizó el evento. Pero en esos quince minutos, de hecho, en los últimos cinco, Elmore dijo algo que me hizo reflexionar sobre mà mismo, en tanto profesional de la educación y en tanto persona.
El conferencista comentó que procura regularmente emprender el aprendizaje de algo nuevo hasta llegar a tener un cierto dominio del tema. En algún momento estudió fotografÃa, logró dejar de ser un mero aficionado y ahora está tratando de pintar acuarela. Esta revelación personal vino a cuento a propósito de la explicación de sus ideas pedagógicas que alguien del público le solicitó. Expresó que, para él, el trabajo del maestro no consiste en transmitir conocimiento, pues eso ni siquiera es posible, sino en transferir el control del aprendizaje del maestro al estudiante. Esta idea, por supuesto, no es original, ni siquiera está expuesta de la mejor manera posible, pero lo importante es el papel que en la aplicación de esta idea juegan sus proyectos personales de aprendizaje. Iniciar el aprendizaje de temáticas de las que desconoce casi todo (por lo que necesita un maestro) le sirve a Elmore, al menos asà lo entendà yo, para experimentar lo mismo que un estudiante, en especial, experimentar lo que le pasa a un maestro que está asumiendo el papel de estudiante cuando es parte de las acciones de reforma educativa que Elmore investiga y asesora.
Esta versión de la consigna «salario mÃnimo al presidente para que vea lo que se siente» me pareció una recomendación muy pertinente para todos aquellos que desde la docencia, desde la formación de docentes, desde la investigación o desde la administración educativa proponemos o hemos propuesto alguna vez que los estudiantes cambien sustancialmente, sobre todo para quienes creemos que los maestros mexicanos deben cambiar sustancialmente su práctica para que la educación de este paÃs sea de calidad. Si no tenemos idea de lo que significa cambiar nuestra forma de ejercer una profesión después de años de hacerlo de otra manera, es decir, si no sabemos por experiencia propia lo que es aprender algo desde cero o casi cero, no podremos entender a los maestros que queremos cambiar. Lo bueno es que todos hemos tenido esa experiencia… varios años atrás. «Sólo» hace falta recordarla, volverla a vivir o hacer un ejercicio honesto de empatÃa con los maestros.
Pero esta confidencia de Elmore puede ser aprovechada al margen del quehacer educativo. Me parece una especie de aventura eso de aprender algo nuevo, de verdad nuevo. En lo personal, me gusta mucho aprender constantemente, pero debo reconocer que, al menos desde hace algunos años, aprendo principalmente sobre campos en los que ya me muevo con cierta fluidez, la mayorÃa de los cuales son parte de mi trabajo. Al pensar en aquellos momentos en los que he tenido que reacomodar ideas, habilidades y hábitos para hacerme de un nuevo conocimiento, recuerdo emociones muy fuertes, tanto de placer como de miedo, miedo que, al ser vencido se transformó en placer, en satisfacción. Quizá lanzarme de nuevo a una empresa de aprendizaje profundo me podrá proporcionar no sólo esas emociones, no sólo conocimientos útiles sino, espero, me permitirá mantener la mente despierta y el espÃritu abierto a la comprensión de los procesos de aprendizaje de los demás. Ahora resta definir el tema al que se dirigirá ese proyecto.
¿Quisieras compartir tus propias experiencias de aprendizaje? Más abajo en esta página encontrarás un cuadro en el que puedes escribir tus comentarios.
Parecer antes que ser – los polÃticos, una vez más
En su artÃculo de hoy en Reforma, titulado «Alto vacÃo», Juan Villoro habla de los gobernantes como incultos y dedicados a la apariencia contra la congruencia. Sus ejemplos son Sebastián Piñera, presidente de Chile y desconocedor del linaje nazi de la expresión Deutschland über alles; Luis EcheverrÃa, presidente de México de 1970 a 1976, desconocedor de la ubicación geográfica de BerlÃn y Antanas Mockus, candidato perdedor a la presidencia de Colombia. Este último es, de hecho, el contraejemplo de la tesis de VIlloro, pues, cito a Villoro: «Cuando le preguntan algo no concede una respuesta, sino que ofrece una reflexión. Eso lo perjudicó seriamente».
Si leemos los diarios, escuchamos los noticieros en la radio o los vemos en la televisión, podemos darnos cuenta de que la mayorÃa de los polÃticos no reacciona como Mockus y parecen tener como lema: «antes la incongruencia o la falsedad que tardarse en contestar». Desafortunadamente, parece que las posiciones de liderazgo, no sólo en el gobierno, sin también en la iniciativa privada, en la escuela o en el hogar, invitan a adoptar esa consigna. La salida fácil a los problemas que plantea ser lÃder es la de parecer fuerte sin serlo. Lástima que aparentar ser fuerte no sirve más que fugazmente si realmente no se tiene la fortaleza para impulsar a un grupo a identificar sus objetivos y a trabajar por ellos.
Reglas de etiqueta para Internet: ¿moda o necesidad? Siete reglas
Posted in Comunicación, Cultura, Escritura, internet on 7 noviembre, 2010
“¿Sabe usted escribir un mensaje de texto en un teléfono celular?â€. Esta es la pregunta que podrÃa sustituir a la clásica “¿Puede usted escribir un recado?â€, que aparece en los cuestionarios de varios estudios sociales para conocer si una persona sabe leer y escribir o es un analfabeta funcional. Se podrÃa preguntar también si el entrevistado escribe en su muro de Facebook o si “tuiteaâ€, al menos, de vez en cuando. No tengo estadÃsticas, pero basta observar un rato a la gente en las calles, en las oficinas, en los restaurantes, en las escuelas o en el Metro para poder concluir, de manera poco cientÃfica pero incontrovertible, que son muchos los que usan alguno de estos medios para comunicarse con sus conocidos o desconocidos. Y que seguramente son más que los que escriben un recado en su casa o en su trabajo.
Ante este fenómeno, muchos hablan del nacimiento de una nueva forma de escritura y algunos proponen reglas de etiqueta para ella. De hecho, las reglas de etiqueta para Internet (o netiqueta si traducimos el inglés netiquette) existen desde los ochenta, antes de que existiera la world wide web, es decir, antes de que pudiéramos hacer clic en las páginas cuya dirección empieza con “http://“. Y muchas de esas reglas son muy pertinentes para aprovechar la red y no causar molestias innecesarias a los destinatarios de nuestros mensajes. De hecho, se refieren no tanto a la forma de escribir los textos sino a la forma de difundirlos. Sin embargo, las recomendaciones que más circulan en las revistas y en las secciones de Internet de los diarios son del tipo: “no escribas con mayúsculas porque en Internet eso es como si estuvieras gritandoâ€. Como si los textos en Internet fueran distintos a los que se pueden escribir en papel.
Concedo que un mensaje SMS por celular o una publicación en Twitter pueden requerir ajustar un poco nuestra escritura. Pero no es la primera vez que un medio nuevo provoca esto. No tenemos que irnos hasta la invención de la imprenta o más allá. El telégrafo (¿lo conocen los menores de 30 años?), hoy usado para poco más que amenazar a los deudores de los bancos, ya exigÃa que escribiéramos cosas como “BIEN SALUD. VENTAS HELADO MAL. MUCHO FRIO (sic, si mal no recuerdo, no habÃa acentos en los telegramas, como tampoco minúsculas). FAVOR ENVIAR DINEROâ€. Como la tarifa más baja sólo permitÃa diez palabras, no podÃa uno decir: “Querido padre. Me encuentro gozando de buena salud a pesar del intenso frÃo. Pero, como te imaginarás, la gente no compra helados en esta época y mi negocio está a punto de quebrar. Por favor, envÃame el dinero que pueda para irla pasando hasta que llegue la primaveraâ€. La diferencia con los mensajes de texto o Twitter es que el mensaje debe ser corto en caracteres, no en palabras. Esto explica que se diga “Toy bien pero sin $ pq mucho frio (sic, quienes escriben SMS no suelen poner acentos) y no vendo helados manda $ pf (tampoco suelen añadir comas)â€. Esos son menos caracteres que los 150 que proporciona Telcel por la cuota mÃnima. Esto es muy práctico y ahorrativo si uno necesita comunicarse con el teléfono celular, pero dista mucho de ser una solución originalÃsima y genial. Ni hablar de recomendarla para otros medios, ni siquiera para los correos electrónicos. Se cobre por caracteres, por palabras, por kilobytes o por gramos (el correo ordinario), la comunicación completa y clara en el lenguaje conocido por la mayorÃa de los hablantes es insustituible, sobre todo si se quiere decir algo más que “hola wey, vms al cine? (sic por la transcripción de güey, derivación de buey, y por la ausencia del signo de interrogación inicial)†o (“trae leche y panâ€). Por algo no se ha generalizado la taquigrafÃa, escritura económica por excelencia.
Lo que quiero decir es que ni los mensajes por celular ni el correo electrónico reinventan la escritura. Es obvio que introducen nuevas condiciones, que imponen adaptaciones en nuestra forma de escribir. Pero no exigen una nueva gramática ni mucho menos. La mayorÃa de las normas aplicables a un correo electrónico ya se aplicaban a una carta de esas que se metÃan en un sobre o pueden pedirse también a un memorándum dentro de una empresa. Eso sÃ, no está de más hacer explÃcita la transferencia de algunas de esas normas al correo electrónico, asà como proponer otras derivadas de las peculiaridades tecnológicas y sociales de este medio. Las normas serán útiles en la medida en que favorezcan la comprensión, la economÃa de tiempo y dinero y la seguridad. Me atrevo a proponer siete reglas que buscan ser útiles en los sentidos mencionados pero que, reconozco, también nacen de mis propias obsesiones y del desconcierto ante ciertas prácticas de mis corresponsales electrónicos.
- No usar sólo mayúsculas. No porque crea que me están gritando (sà creo que escribir algunas palabras con puras mayúsculas, en ciertos contextos, significa tratar a los lectores como tontos que no pueden entender una idea escrita con altas y bajas), sino porque los párrafos son más difÃciles de leer (si se cree que el destinatario está medio ciego, se puede agrandar la fuente sin necesidad de convertir todo a mayúsculas), se dan confusiones entre palabras que pueden ir acentuadas o no (la mayorÃa de quienes usan sólo mayúsculas no emplea acentos) y porque, al menos a mà (una vez más admito que mis prejuicios y obsesiones me impulsan a escribir esto), esos textos me dan la impresión de flojera y descuido, no me provocan interés en leerlos.
- Si se va a reenviar un correo con un chiste, un mensaje inspirador, una advertencia de peligro o un llamado a unirse a una causa, tener cuidado de usar archivos adjuntos sólo si es necesario. Es decir, si un chiste no necesita imágenes y ser contado en capÃtulos estrictos (las diapositivas de un PowerPoint pueden ayudar a crear suspenso o a sorprender), ¡no hace falta insertarlo en una presentación PowerPoint! Basta teclear el chiste en el cuerpo del correo electrónico. Lo mismo puede decirse de cualquier otro tipo de mensaje. ¿Por qué propongo esta regla? Porque los archivos adjuntos hacen lenta la transferencia de los correos del servidor a nuestra computadora, porque llenan nuestros buzones de entrada y porque pueden traer virus.
- Enviar sólo lo que vale la pena enviar. Sé que esta regla es muy general y que no sólo se aplica a Internet, pero no quiero dejar de presentarla. Lo que quiero decir es: refrenar el impulso de hacer clic automáticamente en el botón «Enviar» y, sobre todo, en el botón «Reenviar», revisar el contenido dos o tres veces para determinar:
- Si el chiste que enviamos lo contarÃamos a nuestros amigos cara a cara. Si no lo harÃamos porque no le darÃa risa a nadie, quizá no vale la pena enviarlo. Por lo demás, reconozco que enviar ciertos chistes por escrito ayuda a quienes no tenemos mucha gracia o para descargar en “la red†la responsabilidad de contar un chiste peladÃsimo.
- Si el mensaje inspirador nos dice algo a nosotros o si solamente suena bonito y tiene muchas fotografÃas espectaculares. Si ocurre esto último, uno podrÃa tomarse la molestia de borrar textos sin sentido o cursis y dejar sólo las imágenes (que también podrÃan “subirse†a Facebook o Flickr y sólo enviar el enlace por correo).
- Hablando de mensajes inspiradores: ¿ya confirmaste que esos párrafos que te llegaron de verdad fueron escritos por Borges, GarcÃa Márquez o Vargas Llosa? Si no tienen el prestigio de haber sido escritos por ellos, ¿te siguen pareciendo interesantes o motivadores?
- Si la advertencia de peligro tiene bases reales. No es suficiente el criterio de “por si las dudasâ€. Ya sabemos lo que le pasó a Pedrito por andar asustando con el lobo cuando no habÃa tal.
- Si la causa noble existe o si es tan noble. ¿Ya revisaste si el correo que te llegó y que dice que hay un niño perdido incluye fechas (y fechas recientes), si la casa del niño está en tu ciudad o, al menos, en tu región o paÃs? ¿Verificaste que existe esa polÃtica empresarial a la que te piden boicotear? ¿Está en extinción el canario rayado o siquiera existe?
- Si el mensaje pasó la prueba de la regla anterior, incluir en el cuerpo del mensaje una pequeña nota para que los receptores sepan que uno lo mandó, que no es obra de un programa invasor que reenvÃa mensajes spam o virus automáticamente. Basta con “Les recomiendo estos chistes. Juanâ€.
- Si el mensaje ya pasó todas las reglas anteriores, no lo reenvÃes a quienes sabes que ya lo recibieron. Revisa los destinatarios que incluyó quien te envió el mensaje, en caso de que no estén ocultos (ocultarlos es buena práctica).
- Ir al grano en las noticias e invitaciones. Cuando el tema, la fecha, la hora o el lugar de un evento está perdido en el mensaje hay menos probabilidades de que el lector se interese y asista. Últimamente está de moda hacer invitaciones o comunicar noticias mediante archivos pdf o imágenes que reproducen los carteles con los que se difunde algo en las paredes de las empresas o las escuelas. El “asunto†del mensaje está en blanco o dice nada más: “Conferenciaâ€. Entiendo que, si ya se gastó dinero en diseñadores, se quiera difundir el bonito cartel. Pero, si ya se va a violar la Regla 2 (ver arriba), por lo menos, inclúyanse los datos básicos en un parrafito para no tener que esperar a que “baje†la imagen o el archivo pdf: “Conferencia ‘Cómo escribir correos electrónicos eficaces’, por Juan de las Pitas. Lunes 8 de noviembre en el auditorio Carla Bruni de la Universidad Auténtica del México Virtualâ€.
- Una regla de especial importancia para quienes trabajan en organizaciones: Fijarse bien en el botón en el que se hace clic para responder un correo. No es lo mismo “Responder†que “Responder a todosâ€. No siempre es apropiado causar un sonrojo general al enterar a todos de lo que se respondió al emisor original.
Estas reglas, es claro, no cubren todo lo que puede hacerse para mejorar la comunicación por Internet (no cubren siquiera mis obsesiones con el tema). Tal vez alguien piense que no son de utilidad alguna. Espero, sin embargo, que permitan comunicarme con ustedes, posibles lectores, y recibir sus crÃticas, precisiones o sugerencias de adiciones.
Cumpleaños 70 de John Lennon
Posted in Sin categoría on 9 octubre, 2010
Hoy el el cumpleaños 70 de John Lennon. Hay mucho en la red al respecto. Se puede empezar por Google (Inicio clásico) y hacer clic en el logo-video.
http://www.google.com.mx/
La universidad del Siglo 21: un nuevo tronco común
Posted in Aprendizaje, Educación, Reflexiones, Sociedad, Tecnología on 20 septiembre, 2010
¿Qué debe saber una persona educada del Siglo 21? La revista Wired, en su número de octubre ofrece una respuesta a esa interrogante a través de un hipotético catálogo de cursos de la Wired University para el no lejano semestre de Otoño 2011. Un poco en broma y muy en serio, los siete cursos que proporcionarán un «aprendizaje superior para humanos altamente evolucionados» (dice Wired en la presentación del catálogo) son:
- Alfabetismo estadÃstico (Statistical Literacy). Para entender a un mundo impulsado por datos y también por su manipulación.
- Diplomacia post-estatal (Post-state Diplomacy). Para comprender una polÃtica sin estado, con nuevos lÃderes y demarcaciones.
- Cultura de la remezcla (Remix Culture). Para aprender a crear arte a partir del arte existente.
- Cognición aplicada (Applied Cognition). Para aprender a hacer que la mente trabaje para uno.
- Escritura para nuevas formas (Writing for New Forms). Para aprender a escribir ideas relevantes con 140 caracteres o menos. En general, para poder adaptar los mensajes a los diferentes formatos requeridos por los diferentes destinatarios: humanos y cibernéticos.
- Estudios del Desperdicio (Waste Studies). Para aprender a ser un «consumidor, inversionista y conservador más inteligente».
- TecnologÃa doméstica (Domestic Tech). Para aprender a «aplicar la ciencia dura y la ingenierÃa a la vida cotidiana».
¿Son estos conocimientos peculiares de nuestra época o siempre hemos necesitado de ellos? ¿O tal vez sà los hemos necesitado y han existido desde hace décadas o siglos pero tienen modalidades propias del Siglo 21?
En todo caso, yo añadirÃa, si no una materia, algo que engloba una habilidad tanto como una actitud, y que podrÃa ser transversal a varios de estos cursos: el escepticismo. Su utilidad: identificar los sofismas estadÃsticos, los supuestos nuevos lÃderes, los plagios disfrazados de remezclas, la charlatanerÃa seudocognitiva, los estilos de escritura resucitados y adaptados al lÃmite de caracteres en lugar de palabras (¡los twitteros no saben que existió -y existe- el telégrafo!), las medias verdades ecológicas y las falacias de algunos supuestos tecnólogos visionarios.
¿Y tú qué crees que debe saber una persona educada en este siglo? Deja tus comentarios más abajo.
¿Es el bicentenario que esperaba?
Posted in Crítica, Personal, Reflexiones, Sociedad on 15 septiembre, 2010
¿Es el bicentenario que esperaba?
Cuando se preparaba la celebración del bicentenario de los Estados Unidos de América yo era un adolescente y, en mi mente nacionalista, me parecÃa que ese paÃs no se merecÃa tanto como México un festejo tan fastuoso como el que se estaba organizando allá. Pensaba con ilusión en nuestro bicentenario y me preguntaba cómo serÃa yo cuando México cumpliera doscientos años. Mi preocupación era, en concreto, si no serÃa yo demasiado grande como para disfrutar esa fiesta. El supuesto de esta pregunta era que los adultos no se divertÃan tanto como los niños y jóvenes.
Se llegó este año y esta noche del 15 de septiembre y me doy cuenta de que no he disfrutado mucho. También veo que no se trata, al menos no principalmente, de que he llegado a una edad aburrida (sÃ, quizá, más crÃtica, en ese sentido sà influye la edad). Más bien me cuesta trabajo dar entrada al júbilo cuando tenemos la violencia del narcotráfico, la corrupción gubernamental y la corrupción ciudadana, que es la contraparte de la anterior, y la ausencia de un sentido de paÃs que nos haga trabajar juntos. En fin, rasgos que no parecen coyunturales sino más bien endémicos en México. ¿Qué puedo festejar?, me digo.
Detrás de mi pesadumbre están, acumulados desde hace años, muchas ideas y sentimientos y experiencias que me dicen que sà tengo razones para celebrar. Si bien estoy enojado con mi paÃs, no dejó de sentirlo mÃo y quiero, más allá del patrioterismo y de ingenuidades, celebrar que estamos aquà y que conservo algo de esperanza en él. Quisiera decir más acerca de lo que significa México para mà y de por qué quiero celebrar esta noche, pero hay alguien que ya lo dijo y de una manera infinitamente mejor. Por eso, más adelante, transcribo el poema de José Emilio Pacheco titulado “Alta traiciónâ€. Sólo quiero añadir que, al hacer mÃas esas palabras de Pacheco, el verso que dice “cierta gente†se refiere a ustedes: familia, amigos, compañeros.
Alta traición
No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
darÃa la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro rÃos.
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