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Los libros versus Peña Nieto y demás políticos

La metida de pata de Enrique Peña Nieto el sábado en la Feria del Libro de Guadalajara nos ha dado, además de mucho material para reír, una muestra más de la pobre cultura de nuestros políticos. Si se fija uno bien, Peña Nieto enfatiza «leí otro libro». Es decir, no está intentando responder qué libros han tenido impacto en su vida sino qué libros ha leído; tan sólo eso le cuesta mucho trabajo, no por la abundancia sino por la escasez.

Pero creo que hay que ser más considerados con él. Al parecer, no le es fácil captar dos o más datos al mismo tiempo, por lo que los títulos, los nombres de los autores y el contenido del libro son demasiado.

Por otra parte, tengo la impresión de que Peña Nieto no es el peor entre los políticos (en cuanto a cultura). Creo que la mayoría de ellos ni siquiera tendrían a la mano títulos y autores para confundirlos. Es más, quizá no entenderían la pregunta. ¿Los libros pueden tener impacto en la vida personal y política de alguien? ¿Es importante acordarse de los libros de texto de la preparatoria? ¿Hay de otros libros? La razón de haber comprado el último libro que un negro le escribió al político de su preferencia es sólo la de apoyar a este último y tratar de convencerse de que algunas frases de ese encuadernado son geniales, para poder citarlas cuando consideren oportuno.

Por cierto, algunas frases de políticos plantean al lector preguntas inquietantes. ¿Va en serio? ¿Tiene un sentido profundo que me elude? ¿El autor es un idiota? Por ejemplo, un candidato a delegado de Álvaro Obregón ensucia bardas con frases como (sic preventivo) «respetar al peatón es respetar al conductor del mañana», en algunas versiones con puntos suspensivos intermedios y aleatorios. Otra es «cuando insultas a una mujer insultas a todas, a tu madre, a tu hermana, a tu abuela». No estoy seguro de estar siendo fiel a la letra de esta segunda frase pero sí a su espíritu (chocarrero).

Ahora que es muy probable que, como los libros, las frases de los políticos tampoco sean en verdad de su autoría. Detrás de ellas deben estar brillantes asesores convencidos, como el resto de los que medran alrededor de los políticos, de que su asesorado es un genio. Ese convencimiento es lo que explica que ninguno de los asesores de Peña Nieto le haya elaborado una tarjeta con diez títulos de libros y sus respectivos autores para citarlos en su presentación. No tenían que esperar la pregunta de los tres libros con más influencia en su vida, pero podían haber pensado que su jefe se vería muy bien si dejaba caer un título por acá y otro por allá mientras echaba para adelante cara y copete. Si constatar (que no descubrir, por Dios) que nuestros políticos son incultos ya es triste, constatar que sus asesores son ineptos merma más nuestras esperanzas ciudadanas.

Pero no todo debe ser pesimismo. Las editoriales, los autores y las librerías tienen una gran oportunidad de incrementar sus ventas desde ahora y hasta el cierre de las campañas veladas o manifiestas que ya se desataron para una gran cantidad de puestos. Para empezar, sin tener que invertir ni planear, Gandhi, El Sótano, El Péndulo y el Fondo, entre otras librerías, pueden poner a la entrada de sus establecimientos una mesa igual a las que colocan cuando un autor muere o gana un premio. Esta contendría títulos como Los 1000 libros que hay que leer antes de morir, Datos para parecer culto o Toda la cultura en cápsulas de cinco minutos (mejor, tres minutos). Podrían capacitar a sus vendedores (a propósito, muy necesitados de formación, ¿me escuchas, Gandhi?) para ofrecer a los políticos (o a los choferes que manden de compras) una lista selecta de libros dignos de ser mencionados como influyentes en su trayectoria.

Las editoriales y los autores tendrían grandes ventas si cocinan al vapor un texto que emule aquellos de Frases célebres para toda ocasión y que se podría titular Libros citables para toda ocasión. Se compondría de cincuenta (no más, no tendría caso) fichas bibliográficas con los datos de costumbre: autor (La Biblia podría ser atribuida a Varios autores o a Espíritu Santo, según el enfoque del compilador), título, editorial, fecha de publicación, etc. Para darle valor agregado, se podría incluir un rubro de «Posibles confusiones», donde se harían aclaraciones como Jorge Luis Borges no es igual a José Luis Borgues, Mario Vargas Llosa no es colombiano y Enrique Krauze no es el alter ego de Carlos Fuentes. Pero la aportación principal sería una clasificación de los libros según su afinidad o disparidad entre las ideas que proponen o las situaciones que narran y las propuestas (es un decir) de cada partido político. Podría ponerse el logo del partido y, al lado, una mano con el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Claro que si los libros seleccionados son buenos, la mayoría de los pulgares, con independencia del partido, apuntarían hacia abajo.

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Que la izquierda eligió candidato presidencial, según Lorenzo Meyer

Lorenzo Meyer en su artículo de hoy en Reforma dice ¿ingenuamente?: «La izquierda partidista mexicana (…) pudo elegir candidato presidencial sin recurrir a la carnicería fraticida». ¡Pero si la izquierda no eligió nada! Las dos figuras con más poder (y sobre todo la que tiene más poder, López Obrador), decidieron cómo dar salida a sus aspiraciones incompatibles y los partidos de izquierda sólo acataron la decisión.

Lo curioso es que al describir el procedimiento seguido, el mismo Lorenzo Meyer dice «Las dos cabezas visibles de la contienda interna, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y Marcelo Ebrard, acordaron acudir a una encuesta para determinar quién contaba con más apoyo y plegarse al resultado». No hay un proceso interno organizado por los partidos de izquierda, sólo un acuerdo entre los líderes, en la mejor tradición de los partidos mexicanos. La aparente ausencia de «carnicería fraticida» no es un cambio en el PRD, sus tribus siguen dándose con todo y AMLO sigue siendo la figura con más poder que, como hace seis años, no tuvo mayor problema para ser el candidato presidencial.

Por supuesto, los acuerdos entre las élites no son exclusivos del PRD y los demás partidos de izquierda. Sólo me llama la atención el astigmatismo (creo que la dificultad para «la visualización de detalles sutiles, ya sea de cerca o a distancia» es un símil más apropiado en este caso) de los lopezobradoristas.

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Si Ebrard gana, ¿cómo lo podría ayudar AMLO?

Marcelo Ebrard declaró ayer según El Universal que “el que pierda (la encuesta para seleccionar al candidato de la izquierda a la presidencia de la República) tiene que ayudar al que gane”. Que el precandidato perdedor se una a la campaña presidencial del ganador es la consecuencia natural de una elección interna en la mayoría de los partidos. Sin embargo, en caso de que Ebrard resulté favorecido por la encuesta, el tipo de ayuda que podría esperar de Andrés Manuel López Obrador y sus amigos podría ser diferente a lo ordinario.

López Obrador ha perdido atractivo entre la población que no pertenece al núcleo duro de simpatizantes de la izquierda. No sólo eso, después del plantón de Reforma, muchos de los que votaron por él en ese segmento de la ciudadanía, empezaron a rechazarlo.

Por lo anterior, quizá la mejor ayuda que López Obrador podría dar a Ebrard, en caso de que este último ganara la candidatura de la izquierda, sería no hacer nada: no declarar, no hacer ver a Ebrard como representante de sus posturas radicales, no estorbar.

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No hay como pagar multas con dinero ajeno – Los partidos políticos

Según una nota de hoy (28 de septiembre de 2011) del diario Reforma, el Instituto Federal Electoral sancionó a los siete partidos políticos por irregularidades cometidas en 2010, como registrar ingresos por un concepto diferente al real, dar viáticos como si fueran dirigentes a personas que no lo son, omitir la presentación de comprobantes de gastos y otros. Las multas alcanzan los 66 millones de pesos en total.

Si un funcionario público cometiera irregularidades como esas con el dinero de los contribuyentes, además de la multa, se le despediría y se le inhabilitaría para ejercer un cargo público por meses, cuando menos. Los partidos políticos, también sostenidos con dinero proveniente de los impuestos, sólo tienen que pagar una multa ¡con los propios fondos públicos! Y sus dirigentes siguen disfrutando alegremente e irresponsablemente el dinero que queda en sus arcas, que es mucho todavía. porque, al fin y al cabo, no pasa de que el próximo año deban pagar otra multa con dinero que no es de ellos.

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En el consultorio del ginecólogo o Lo que las mujeres quieren saber sobre la impotencia y los hombres no se atreven a preguntar

Entro con mi esposa a la sala de espera del ginecólogo, nos sentamos y exploro las mesitas en busca de algo que leer, una de esas lecturas breves y olvidables que uno no haría más que en situaciones como esta. Como no hay nada por el estilo, me dirijo hacia un pequeño folletero con cuadernillos rosas. Ni modo, pensé por el color de los cuadernillos, a leer sobre cuidados durante el embarazo, sobre los primeros días del bebé o sobre ejercicios post-parto, temas todos ellos que dejaron de ser de mi interés hace varios años. Pero al alcanzar el folletero leo “erección”.

Desde el largo título compuesto de tres frases dispersas en la portada –“Problemas de erección”, “Una condición del hombre, una preocupación de la pareja” y “Las preguntas más frecuentes que las mujeres se hacen”– el enfoque de la publicación empieza a notarse. Contra lo que pudiera uno pensar, los destinatarios no son los hombres, por eso el color rosa. Dice así la introducción: “Este folleto presenta información básica a las compañeras de los hombres que cursan con este tipo de disfunción (la eréctil), con el objeto de ayudarlas a conocer aún más sobre este padecimiento”. En otras palabras, al bolsillo del hombre por la necesidad de la mujer.

Muchos organismos internacionales, ONG (organismos no gubernamentales) y GNO (gobiernos no organizados) han descubierto que, para elevar el nivel de vida de las comunidades, las estrategias de desarrollo han de contar con el apoyo de las mujeres. Parece que Pfizer -el laboratorio editor de este cuadernillo y productor del Viagra- también comprende que para elevar algo en el hombre y para que dicha empresa eleve sus ingresos, tiene que aliarse con el elemento femenino de la pareja. Sabe que los hombres, por pena, pueden callarse la impotencia durante más o menos tiempo, pero que las mujeres no tienen motivaciones para aguantarse y estarán más dispuestas a tomar medidas. Viéndolo así, los hombres con “disfunción eréctil” deberían estar agradecidos de que Pfizer proporcione una opción intramatrimonial a sus compañeras.

Después de la introducción ya mencionada, Pfizer buscar serenar a sus lectoras y a sus consortes y se esfuerza por hacer pasar a la impotencia como algo similar al catarro común: millones la padecen pero no hay por qué alarmarse. No es para tanto. Si el impotente está desesperado y deprimido (doblemente), se trata de una reacción exagerada. Se afirma que el impacto emocional causado por la disfunción eréctil es causado muy frecuentemente porque a las personas les llega mala información. Es curioso pues creo que la información básica que provoca en un hombre erecto-disfuncional un impacto emocional negativo no “le llega”. La obtiene simultáneamente de sí mismo y de su pareja y, como se dice ahora, en tiempo real. Los prejuicios, las películas y cualquier otra información externa poco pueden hacer para empeorar el estado de ánimo del sujeto, con una excepción. Esa información externa no solicitada consistente en: “tu esposa (o novia o amante) se metió con fulano porque dice que contigo nada de nada”.

En esta línea de restarle gravedad al asunto, el folleto sostiene que el término disfunción eréctil es más adecuado debido a las connotaciones negativas que algunas personas adjudican a la palabra impotencia. Francamente no entiendo por qué evitar una expresión de resonancias negativas para designar una situación que todo hombre (y su pareja) percibe, más allá de su gravedad (que no dureza) y de la posibilidad de ser corregida, como inequívocamente negativa. Pero los redactores de Pfizer insisten y, para tranquilizar todavía más a la mujer y a su compañero, dicen: “no es un padecimiento que amenace la vida” (¡faltaba más!). En otras palabras “no la haga de tos, no se va a morir por impotente (perdón por usar el término de connotaciones negativas), aunque se esté muriendo por tener sexo”.

El folleto sigue, describe la fisiología de la erección y hace una lista de las causas de la disfunción eréctil. Inmediatamente después da respuesta a esta hipotética pregunta de una mujer: ¿cómo puedo saber si mi pareja tiene disfunción eréctil? La respuesta es digna de citarse textualmente. “Si con frecuencia su pareja tiene persistentes problemas de erección, es muy probable que usted ya lo sepa”. Creo que lo que querían decir es: “No se haga. Si usted de verdad no se ha percatado de que su pareja es impotente, significa que no hay problema (improbable si ya llegó a este punto del folleto), que usted no ha intentado tener sexo con su pareja en mucho tiempo o que no sabe cómo se tiene sexo”.

Un par de páginas después (sí, son varias páginas) se responde otra supuesta interrogante de una impaciente y, como de pasada, se desliza esto: “Por experiencia propia, quizás ya se haya dado cuenta de que para algunos hombres la disfunción eréctil puede ser un tema muy difícil de abordar”. Vaya, si la frase citada en el párrafo anterior supone que la lectora del folleto es tan ingenua o tonta como para no sospechar un problema de erección en su pareja impotente, esta otra frase asume que es una sexóloga experta, una encuestadora que se dedica a aplicar cuestionarios sobre sexo a hombres o una mujer con una experiencia sexual tan vasta que ha reunido una muestra de actitudes masculinas tan grande como para llegar a la conclusión referida.

Entramos finalmente a consulta. Todo en orden. Al terminar, el médico nota el folleto en mi mano. “¿Qué andan leyendo ustedes?”, dice con cierta sorpresa. Se sorprende más cuando le informo que el opúsculo estaba en su sala de espera y que en la contraportada tiene esta leyenda: “Este folleto es una cortesía de su médico”. Mientras nos acompaña a la puerta nos comenta que hay quien aspira nasalmente el Viagra en lugar de ingerirlo por vía oral. No hay tiempo de pedir más detalles. Me invade la imagen de una Eva entregando una línea de Viagra a un Adán que de inmediato se echa un pericazo. Me pregunto si esta vía de administración permite un aprovechamiento más rápido y completo del medicamento o si la razón para inhalar Viagra es que evoca el consumo de drogas y le añade al encuentro sexual la emoción de lo prohibido.

Mientras esperamos el auto en el estacionamiento leo el enunciado con el que concluye el mensaje: “Este folleto es proporcionado como un servicio educativo de Pfizer, ‘ciencia para el bienestar de la humanidad’”. Vaya un slogan apropiado este último. Con el Viagra, Pfizer, como pocas compañías, puede estar haciendo una gran contribución al bienestar y, por supuesto, al crecimiento de la humanidad.

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Mayrán

A mis padres

Basta plantarse en cualquier sitio de este lago de polvo, levantar la cara y alargar el cuello para darse cuenta de que no hay obstáculos para ver hasta el fin, si este existiera. Aquí el tope de la vista está dado por su propia debilidad o, si más bien se le puede atribuir fortaleza, por la curvatura terráquea que amenaza respetar, sin atreverse, este desierto.

Al dar la cara a esta llanura hemisférica, es tentador creer que bastará con un primer impulso para recorrerla toda: una sola brazada para apartar el aire ígneo o un único golpe de remo sobre el suelo fracturado en pequeñas geometrías falaces. Al fin y al cabo, los animales secos, por aire o por tierra, hienden ese vacío sin esfuerzo.

Navegar entre las flores de cacto, la gobernadora y los reptiles cuasi estacionarios no ofrece problemas, siempre y cuando no se pretenda llegar a ningún lado. Llevar la vista tan lejos como el cristalino lo permite y fijarla allí hasta que el ojo se seque es suficiente para ser atraído hasta ese punto. Y entonces se está listo para deslizarse de nuevo a otra ilusión en todo igual a la anterior, excepto en el brillo de los ojos de las cascabel, la serenidad de las patas de las lagartijas o la espiralidad de los fósiles.

No es difícil orientarse de un espejismo a otro y encontrar vestigios de un mar, de un bosque o de un pueblo que ya era perdido desde antes de desaparecer bajo la venganza ocasional del Nazas. Y, en caso de extravío, el sosiego llega al corazón tan pronto el oído es alcanzado por el viento solitario y sordo.

Tanto si se avanza como si se elige la inmovilidad, más tarde o más temprano se ve cómo la corteza se yergue y se aproxima hecha de rostros de carbón que flotan sobre torsos igualmente enjutos que miran, miran, miran. Más y más capas se levantan sin que la llanura se rebaje, desnivele o desdibuje. Todos se saben juntos y perdidos. Son intercambiables en el mundo pero indispensables al desierto como el peñasco más perfecto o la más lisa de las veredas sin destino.

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Fe, una canción, lo cursi y la victoria

A fines de los años 70 del siglo pasado mi papá visitó Cuba con motivo de una reunión de la UDUAL (Unión de Universidades de América Latina) coincidente, creo, con otro evento de escuelas de medicina de la misma región. A su regreso, al igual que de otros viajes, trajo numerosas y sabrosas impresiones, así como regalos. Entre ellos estaba un disco LP con canciones sobre la Revolución Cubana, una de las cuales incluía la palabra «Girón» en su título, más no en la letra.

Antes de contar algo sobre esta canción, debo decir que en aquel entonces yo sabía poco de Cuba y su revolución y nunca había oído hablar de Playa Girón. De hecho, seguiría sin saber de ese episodio clave de la política internacional (la invasión de Bahía de Cochinos) por varios años. No tengo claro lo que se pensaba en mi entorno al respecto. Sólo creo recordar que todavía era políticamente correcto, incluso fuera de la izquierda, valorar la Revolución Cubana aunque se tuvieran todo tipo de reservas ante ella.

En todo caso, mis ideas sobre Cuba eran vagas y, ante todo, poco relevantes en mi vida diaria. A pesar de la fuerte presencia de preocupaciones que podríamos llamar sociales en mi ambiente familiar y escolar, Cuba no era un punto de referencia, como después entendí que sí lo era para mucha gente ajena a la clase media de Torreón. Mis referencias eran eminentemente cristianas. Mi interés por la justicia y la injusticia, por la libertad y la opresión, por el cambio y la rigidez social se nutrían y se expresaban en una intensa vivencia religiosa. Pero justo por eso, a pesar de mi relativa indiferencia ante la Revolución Cubana, esa canción cuyo nombre, letra y tonada justo hoy he logrado reencontrar se filtró muy dentro de mí y vino a expresar mis sentimientos y esperanzas.

«Girón, la victoria», de Sara González, compositora y cantante de La Nueva Trova, es como un himno religioso, es como un salmo. Al menos así resonaba en mí al escucharla una y otra vez. Yo no oía un canto propagandístico cubano, que lo era, qué duda cabe. Yo recibía la narración de las hazañas de personas valientes comprometidas con la libertad y la justicia, conscientes tanto de sus dolores y rencores como de su vocación solidaria, tanto de su escala humana como de su trascendencia. Esa narración navegaba sobre una melodía impetuosa, de ritmo triunfante, de ímpetu creciente, avasalladora pero fraternal. Es impresionante constatar lo que enseña el dicho, que lo bien trovado nos hace presentir que estamos frente a una verdad. Y también se puede concluir que si alguien trova lo que parece expresar nuestra verdad, tanto nuestra verdad como el canto se nos presentan más bellos.

Ese canto, pensaba yo, podía ser cantado con toda legitimidad en la misa como un himno de los cristianos que buscaban la justicia. No había incrementado mi interés por la Revolución Cubana más allá de generar una imprecisa simpatía basada en la sospecha de que en ese movimiento habían estado o estaban involucradas personas valientes que luchaban por un mundo más justo. Esa simpatía coexistió con la duda acerca del régimen castrista, alentada por las percepciones que mi papá se formó al visitar escuelas de medicina y hospitales cubanos con su habitual escepticismo sobre casi todo (que cada vez comparto más) y en contra de los esforzados intentos propagandísticos de los anfitriones de aquellas reuniones universitarias.

Cuando dejé Torreón para estudiar en el Distrito Federal, ese disco se quedó en casa. Nunca lo volví a ver y nunca escuché de nuevo la canción hasta hoy que mi hijo descubrió a Silvio Rodríguez y a Pablo Milanés en una librería de la UNAM. Le conté que cuando yo conocí su música a través de otros intérpretes, entre ellos los estudiantes universitarios, no me atrajo sino al contrario. Tanto mis compañeros (entre los que había muy buenos cantantes) como los músicos profesionales reproducían las canciones de La Nueva Trova como si con ello estuvieran haciendo la revolución, perdón, La Revolución. El resultado me parecía cursi. En este caso, entendía y entiendo por cursi aquello que pretende, sin conseguirlo, no la elegancia o riqueza que dice el diccionario, sino el compromiso, la valentía, la grandeza de alma. Con algunas excepciones no escasas, siempre he hallado cursis las canciones «de mensaje», «de protesta». Para encontrar gusto por la Nueva Trova tuve que oír sus melodías con los cantantes originales y, aun así, sólo he llegado a disfrutar de unas cuantas, las menos «de mensaje», las más vitales.

La plática con mi hijo trajo a mi conciencia aquella canción de cuyo nombre sólo me quedaba un Girón. Esa me gustó siempre a pesar de ser «de mensaje». Así que, al regresar a casa esta noche, busqué en Internet algunos versos que recordaba: «Canto y llanto de la tierra, / canto y llanto de la gloria, / y entre canto y llanto de la guerra, / nuestra primera victoria». Encontré la letra completa (leer aquí), la interpretación de Sara González en un concierto y la misma grabación que yo escuché repetidamente hace casi treinta y cinco años (ver aquí), ahora como parte de un video sobre la batalla de Playa Girón y, sobre todo, en elogio de Fidel Castro y compañía. Todavía resuenan dentro de mí algunos de los sentimientos e ideas de mi adolescencia. Me sigue pareciendo un canto religioso. Sólo que su capacidad inspiradora ha disminuido pues también hace surgir en mí una sonrisa triste porque ahora sé a qué se refiere la canción y sé lo que ha ocurrido después de esa «primera victoria»; porque conozco lo que el régimen cubano junto con la política estadounidense (en contra) y otras políticas latinoamericanas (a favor) le han hecho a esas voces representadas por las palabras y las notas de Sara González; porque lo bélico ya no se me aparece bello aunque se recubra de palabras poéticas; tal vez también porque extraño algo de mí.

¿Y qué hay de la canción en sí misma? ¿Es cursi «Girón, la victoria» y lo fue desde la primera vez que la oí y yo con ella? ¿Quiere expresar ideas y sentimientos elevados sin un sustrato real? Quizá, pero no puedo dejar de encontrar autenticidad en el canto de Sara González a pesar de lo ilusorio de la victoria que celebraba. O quizá sólo quiero encontrar autenticidad y la verdadera naturaleza de la victoria.

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Mensaje a la delincuencia organizada en cuatro palíndromos

Se nota, matones
Alaban una bala
No, no nos sometemos, ¿sonó non?
río somos, ¡oír!

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Soporte al técnico

Mi papá solía decir que uno debía tener entre sus amigos un médico, un abogado y un sacerdote. Él quería decir que así se contaría con alguien de confianza a la hora de problemas de salud, legales o espirituales. El médico acudiría presto en respuesta a nuestros gritos de dolor, el abogado nos sacaría del bote al que fuimos a parar injustamente (esta posibilidad existe mucho antes de la filmación de Presunto culpable) y el sacerdote nos asesoría en las grandes decisiones de la vida, además de celebrar esa misa que suele seguir a algunas grandes decisiones.

Siempre he estado de acuerdo con mi papá. Las tres profesiones en las que él recomendaba tener amigos detentan una autoridad proveniente de unas técnicas especializadas, un lenguaje esotérico y un licenciamiento muy estricto, autoridad que puede producir grandes beneficios a los clientes de estos profesionales pero también puede someterlos y perjudicarlos de varias maneras. Los legos tenemos hacia ellos una mezcla de respeto y miedo. Por su poder pueden (o pensamos que pueden) enviarnos al cielo o al infierno terrenos y ultraterrenos (los abogados y sacerdotes) o ponernos en la puerta de uno de esos destinos (los médicos). Por eso es tan deseable contar con profesionistas de estas áreas en cuya capacidad y honestidad podamos confiar.

Mi papá tuvo mucha suerte. Además de ser médico, estar casado con una médico y gozar del afecto de muchos de sus colegas, tuvo varios amigos abogados y sacerdotes. A mí no me ha ido nada mal. En mi familia ampliada hay de todo, incluso combinaciones: sacerdotes (o sacerdotes en retiro) médicos, sacerdotes abogados y abogados con carrera trunca en sacerdocio, incluso abogados con, por decirlo de alguna manera, carrera técnica en sacerdocio. Por su parte, todos mis amigos médicos tienen algo de sacerdotes. Uno de mis cuates abogados, notario, además de dar fe, da esperanza y caridad (diría Marco A. Almazán).

Pero el consejo paternal es insuficiente o, mejor dicho, no está actualizado. Data más o menos de los años 80 del siglo pasado y el mundo ha cambiado. Mi padre no previó el surgimiento de otra profesión u ocupación con características muy similares a las tres de marras cuya influencia en la vida contemporánea es central: el profesional de soporte técnico. No tengo ningún amigo en ese gremio y me siento incompleto. (Aclaro, en caso de que me estén leyendo mis amigos ingenieros en electrónica y licenciados en sistemas, algunos también bastante sacerdotales, que no los estoy ignorando, pero lo que ellos hacen, la ayuda en materia tecnológica que me han dado y dan a otras personas más allá de lo que podemos agradecer, es algo distinto a lo que comentaré a continuación, es otra cosa, pues).

Antes de seguir, admito que “soporte técnico” suena feo, pero esa es la traducción de technical support que se ha impuesto en español. También entiendo que no se trata de un solo tipo de profesional, seguramente entre ellos hay ingenieros, licenciados en sistemas, diseñadores y gente sin una carrera propiamente dicha. Por supuesto, tampoco hay un proceso de certificación tan riguroso como, por ejemplo, el de los médicos (eso es parte del problema). Las semejanzas clave del ejercitante del soporte técnico con abogados, sacerdotes y médicos son las técnicas especializadas, el lenguaje esotérico y la capacidad para hacer a los comunes mortales felices o infelices. Por lo demás, los encargados de soporte técnico superan a los otros profesionistas en la amplitud de su presencia en la vida diaria. Pueden pasar meses y hasta años para que yo tenga que recurrir a uno de mis amigos en su calidad de sacerdote, médico o abogado, pero cada mes o con más frecuencia tengo que enfrentarme (sí, en todos los sentidos: estar frente a frente, estar ante un peligro y estar con un enemigo) con alguien de soporte técnico: en la compañía de teléfonos, en la de cable, en la de telefonía celular, en la fabricante de computadoras o programas para ellas, en la oficina, etc.).

Las técnicas propias de los profesionales del soporte técnico van del sentido común a la superespecialización, del “salirse y volver a entrar” (esto es, apagar la computadora y encenderla de nuevo) a hacer complejas reconfiguraciones de software y hardware. Lo malo es que suelen presentar el sentido común a los clientes como un conocimiento sofisticado, esotérico, cuando lo único que hacen es oprimir un par de teclas para resolver el problema, pero, eso sí, cuidando que sus dedos queden ocultos para que los legos no vayamos a intentar aquello reservado a los consagrados. Y por otra parte, cuando se necesitan las técnicas especializadas, estas parecen ser desconocidas para ellos o los técnicos las quieren hacer pasar como sentido común: ¿a quién no le ha dicho un profesional de soporte técnico, después de explicar con toda confusión un diagnóstico y la solución propuesta, “¿de acuerdo?”, como si uno tuviera los elementos para avalar la decisión?

Quizá la razón de no conocer o no usar conociéndolas las técnicas especializadas es que los de soporte técnico parecen tener como máximas “el que me llama es un idiota” y “el problema que me presenta, si existe, necesariamente es uno de los cinco que tengo en mi protocolo de atención”. Entiendo bien que ante la llamada de un cliente sin señal de Internet, lo primero es descartar lo obvio: el módem está apagado, desconectado de la red o requiere una contraseña olvidada. Pero insistir en ello después de una hora de llamada efectiva (posteriores a treinta minutos de espera) tiempo en el que uno describió con todo detalle el contratiempo y lo que ha hecho para solucionarlo y ha repetido la descripción tantas veces como haya sido necesario para que el del otro lado de la línea se convenza de que uno no está mintiendo, es francamente desesperante.

Por cierto, quienes se destacan por pensar que la quejas o consultas de los clientes se basan en una mentira son los encargados de atender al público en las grandes corporaciones de software. Los errores que reportamos no pueden haber ocurrido, ese inconveniente que tenemos no está pasando, lo estamos imaginando. Cada prueba que les demos, incluso mediante el envío de una imagen de la pantalla en el momento del problema, es contradicha contundentemente por el dogma, expresado en un lenguaje iniciático, de que ese programa no puede fallar. Quienes sufren el mal funcionamiento de un programa y se quejan de ello son acusados de herejía cuando no de franca apostasía.

Y ya hablando del lenguaje esotérico del soporte técnico, este léxico le dice quítate que a’i te voy al de un cardiólogo, un abogado fiscalista o un teólogo escolástico. Las soluciones de soporte técnico pueden ser más mágicas que una misa para evitar el purgatorio. Más de una vez un técnico de cable ha decidido en su inmensa sabiduría que me concederá parar de sufrir y que me va a “mandar un refuerzo de señal”. Este sacramento se puede recibir más de una vez, de hecho, se tiene que recibir cada dos o tres meses so pena de ver solamente televisión abierta. La preparación para recibirlo consiste en pasar media hora apretando botones del aparato telefónico en obediencia ciega a los dictados de voces de ultratumba, llegar por fin al taumaturgo con acento entre puertorriqueño, cubano y argentino, obedecer de nuevo órdenes como apagar y prender, desconectar y conectar, esperar cinco minutos y repetir el rito. Una vez que el mago constata que no estamos actuando por pura ociosidad, idiotez o ganas de quitarle su tiempo, enviará el refuerzo de señal y nos describirá una serie de interacciones entre seres sobrenaturales que ocasionaron nuestra excomunión del entretenimiento y la información. Todavía habrá que ser pacientes y no hacer nada con la tele por algunos minutos hasta que el poder del profesional de soporte técnico se manifieste en nuestra pantalla.

En cuanto a la capacidad de soportador técnico para hacernos felices o miserables, mis experiencias más ilustradoras vienen del mundo de la telefonía celular. Estos trabajadores pueden hacernos pensar que estamos dementes cuando afirman con desparpajo todo lo contrario de lo que leímos en el sitio de Internet de su empresa en relación a las capacidades de un celular, a los componentes de un plan de contratación o a nuestros adeudos. No sólo nuestra incipiente competencia tecnológica se va desmoronando, sino también esa habilidad adquirida en nuestra infancia y cuyo dominio damos por descontado, la de leer, es descalificada con toda seguridad por el técnico. En esos momentos también se nos puede ocurrir que tienen razón todos esos correos electrónicos que nos advierten sobre genios maléficos de la informática que tratan de controlar nuestras computadoras. Sí, todo indica que uno de ellos se metió a nuestra portátil y falsificó justo la página que queríamos consultar. La mejor forma de superar este estado de incertidumbre y de paranoia es lograr que nuestro asesor se asesore con el compañero que tiene a su lado en el mostrador. Cuando empiecen a contradecirse entre ellos nos daremos cuenta de que no estamos locos.

En todo caso, para que eliminen un cargo injustificado, nos habiliten una función que hemos contratado o simplemente reconozcan que existimos como clientes, dependemos de los profesionales de soporte técnico. Lo que ellos aten en el mostrador o en la línea telefónica quedará atado en nuestra computadora, televisor o celular, lo que no, no. Por todo esto, los humildes clientes tenemos respeto y miedo por los técnicos de soporte a los que casi nunca vemos cara a cara. Los evitamos tanto como podemos pero más temprano que tarde, de buena o mala gana, recurrimos a ellos. Recuerdo que en uno de mis empleos, hace unos veinte años, el soporte técnico ordinario en materia de cómputo nos lo dábamos los compañeros de trabajo pues sabíamos que así solucionábamos nuestros problemas con mayor rapidez y eficacia. Sólo llamábamos a los técnicos cuando ya habíamos agotado nuestros conocimientos, experiencia y corazonadas colectivos. Y los convocábamos no tanto por confianza en que ellos nos darían la respuesta necesaria sino con el supuesto de que el aparato descompuesto o una de sus partes ya estaba perdido y que la única forma de conseguir que nos lo renovaran sería con el dictamen de los de soporte técnico.

Bueno, el hecho es que ahora la trilogía de profesionales necesarios en la vida es una tetralogía, que no tengo ni un amigo en este campo del soporte técnico y que necesito al menos tres: para cable, telefonía fija/Internet y telefonía celular. Como ya dije, me siento incompleto. Si un profesional de soporte técnico quiere ser mi amigo, puede encontrarme en Facebook.

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Un búlgaro, un coreano y una mexicana

Estos eran un búlgaro, un coreano y una mexicana en un salón de clase… No es el inicio de un chiste xenófobo, es el comienzo de un recuerdo. Hace casi 20 años, mi esposa, Laura, cursaba la maestría en Letras y se inscribió en la clase de un investigador búlgaro que estaba como profesor invitado en la UNAM y que en la Ibero habían aprovechado para dar un curso de literatura rusa, la especialidad de Nicolai Zvezdanov. Sólo había dos alumnos, el otro era un coreano llamado Il Wan Go.

Nicolai e Il Wan leían y escribían bien en español, pero, dado que estaban algo limitados en el terreno oral (y Laura, por su parte, no hablabla ni una palabra de coreano o búlgaro), no era de extrañarse que se dieran situaciones como aquella en que Il Wan hizo doble tarea, la suya y la de Laura, porque no entendió la indicación que Nicolai le dio. Pero, en general, oírlos dialogar era presenciar un prodigio. A pesar de que era obvio que cada uno entendía lo que podía, los tres terminaban cada clase con la sensación de haber profundizado en la comprensión de El Maestro y Margarita, de Bulgakov, texto central del curso, y de haber aprendido mucho de los demás. Además, se fueron haciendo grandes amigos. Tal vez, el no tener que pelear para conformar un estricto marco común (recuerdo a Popper) facilitó todo esto.

Esa amistad no se dañó por la perplejidad que producían en Nicolai e Il Wan los modismos de Laura cuando, por ejemplo, les daba indicaciones para llegar a algún lugar: «está a tiro de piedra», «no hay pierde», «está al ladito», etc. Tampoco sufrió cuando las limitaciones del lenguaje de Nicolai dieron lugar a otra situación embarazosa. Lo habíamos invitado a cenar a casa de mi suegro quien durante un buen rato estuvo conversando alegremente con Nicolai. En algún momento, este último adoptó un tono de discurso: «Señor, lo felicito por su hija (mi suegro se esponjó de orgullo), ella es tan, tan, tan (al tercer «tan», me empecé a preocuparme)… tan pintoresca», (des)acertó a decir. El rostro de mi suegro se congeló. Aunque Nicolai seguía alabando a Laura, llegó un momento en que se dio cuenta de que algo no estaba bien. Pero un «salud» de alguno de nosotros restauró la armonía. Nunca entendí qué significaba pintoresca para él.
El endeble puente constituido por el español era reforzado de vez en cuando por un puente más estrecho pero un poco más sólido: el ruso. Nicolai tenía una alumna en la UNAM, Margarita, que hablaba ruso, lengua que aquel dominaba. Margarita era tímida pero, cuando coincidía con los otros dos alumnos cercanos al maestro, salvaba varias situaciones al explicar a Nicolai lo que Laura en español e Il Wan en medio español querían decir.

Nicolai estaba encantado en México, absorbía todo lo que podía (el español hablado, con cierta lentitud, ya lo dije) y ofrecía todo lo que tenía: conocimiento, sabiduría y una alegre y sincera amistad. Le gustaba la literatura mexicana y latinoamericana aunque les encontraba un pero: les faltaba, decía él, tragicismo. Para un amante de la literatura rusa, que la estudió en la Unión Soviética y que creció en un régimen totalitario, nuestras novelas eran casi humorísticas comparadas con las de Dostoievski, Tolstoi y Bulgakov. El tragicismo de Nicolai se reflejaba en un desencanto latente que se hacía evidente cuando consideraba su vida en declive por haber llegado a los 42 años. No obstante su incansable y exitoso trabajo académico, pensaba que ya no había nada más para él. Este pesimismo venía de una vida en el autoritarismo y en la desconfianza. A pesar de la caída del muro, no tenía esperanzas en la política de su país, quizá ni en la de ningún otro país.

Sin embargo, como  ya he dicho, también era un amigo alegre, tal vez seguía teniendo esperanza en las personas. El asunto es que era divertidísimo en las reuniones, en especial aquella a la que él invitó cuando vivió por un tiempo en la abandonada casa de la agregaduría cultural búlgara. Convocó a una red de amigos formada a partir de sus dos alumnos de la Ibero y nos atendió como diplomáticos en esa casa a un tiempo elegante y fría. Nos sentamos a una mesa de unos siete metros de longitud para disfrutar de lo que él mismo cocinó y de allí nos levantamos para bailar a la búlgara, con vasos de vodka en la cabeza o en los pies. En esa ocasión mostró lo que, forzándolo un poco, se puede interpretar como una mudanza en su valoración de la literatura latinoamericana. Al bailar y cantar ensimismado y exultante «María Cristina me quiere gobernar», parecía haber descubierto en esa rumba un mensaje profundo oculto para todos los demás.

Para cuando ocurrió esa cena, Margarita ya había adoptado abiertamente el papel que todos sabíamos que tenía, el de pareja de Nicolai. Bueno, casi todos, pues unos días antes Il Wan había tenido una epifanía que lo hizo exclamar mientras señalaba a Margarita y Nicolai: «Joo, el Ma-es-tro y Mar-ga-ri-ta», en referencia a la novela estudiada en clase. Estoy seguro de que Margarita, al acompañarlo cuando regresó a Bulgaría, ayudó a Nicolai a darse cuenta de que a los 42 años no era un viejo de decadencia. Los cambios en las circunstancias de su país ayudaron también. Al poco de llegar a casa, después de años de estar ninguneado, lo nombraron decano en su universidad, la de Cirilo y Metodio. Algún tiempo después tuvieron una hija a la que llamaron Estrella, como el apellido de su papá.

Esa y otras pocas noticias más tuve del Maestro y de Margarita desde que nos despedimos de ellos una noche fresca de mayo. Experimentábamos todos una emoción difícil de contener por nuestra conciencia de que, después de meses de intensa amistad, nos despedíamos quizá para siempre. Nicolai, como se acostumbra en los pueblos eslavos, estuvo a punto de darme un beso de despedida en la boca. Afortunadamente para todos, ahora sí captó el lenguaje no verbal mexicano y todo quedó en largos y estrechos abrazos. Pero tuvo otro gesto que no he observado en ninguna de las despedidas similares a las que me he enfrentado. Nunca ofreció regresar, ni escribir, ni llamar por teléfono, solamente gritó una y otra vez mientras nos alejábamos «voy a contar todo, voy a contar todo». Es la promesa de conservación de la amistad y del recuerdo más original y más elogiosa que me han hecho. Estoy seguro de que la cumplió. Con estos párrafos espero haberle correspondido un poco.

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