Humberto Rivera Navarro

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En el consultorio del ginecólogo o Lo que las mujeres quieren saber sobre la impotencia y los hombres no se atreven a preguntar

Entro con mi esposa a la sala de espera del ginecólogo, nos sentamos y exploro las mesitas en busca de algo que leer, una de esas lecturas breves y olvidables que uno no haría más que en situaciones como esta. Como no hay nada por el estilo, me dirijo hacia un pequeño folletero con cuadernillos rosas. Ni modo, pensé por el color de los cuadernillos, a leer sobre cuidados durante el embarazo, sobre los primeros días del bebé o sobre ejercicios post-parto, temas todos ellos que dejaron de ser de mi interés hace varios años. Pero al alcanzar el folletero leo “erección”.

Desde el largo título compuesto de tres frases dispersas en la portada –“Problemas de erección”, “Una condición del hombre, una preocupación de la pareja” y “Las preguntas más frecuentes que las mujeres se hacen”– el enfoque de la publicación empieza a notarse. Contra lo que pudiera uno pensar, los destinatarios no son los hombres, por eso el color rosa. Dice así la introducción: “Este folleto presenta información básica a las compañeras de los hombres que cursan con este tipo de disfunción (la eréctil), con el objeto de ayudarlas a conocer aún más sobre este padecimiento”. En otras palabras, al bolsillo del hombre por la necesidad de la mujer.

Muchos organismos internacionales, ONG (organismos no gubernamentales) y GNO (gobiernos no organizados) han descubierto que, para elevar el nivel de vida de las comunidades, las estrategias de desarrollo han de contar con el apoyo de las mujeres. Parece que Pfizer -el laboratorio editor de este cuadernillo y productor del Viagra- también comprende que para elevar algo en el hombre y para que dicha empresa eleve sus ingresos, tiene que aliarse con el elemento femenino de la pareja. Sabe que los hombres, por pena, pueden callarse la impotencia durante más o menos tiempo, pero que las mujeres no tienen motivaciones para aguantarse y estarán más dispuestas a tomar medidas. Viéndolo así, los hombres con “disfunción eréctil” deberían estar agradecidos de que Pfizer proporcione una opción intramatrimonial a sus compañeras.

Después de la introducción ya mencionada, Pfizer buscar serenar a sus lectoras y a sus consortes y se esfuerza por hacer pasar a la impotencia como algo similar al catarro común: millones la padecen pero no hay por qué alarmarse. No es para tanto. Si el impotente está desesperado y deprimido (doblemente), se trata de una reacción exagerada. Se afirma que el impacto emocional causado por la disfunción eréctil es causado muy frecuentemente porque a las personas les llega mala información. Es curioso pues creo que la información básica que provoca en un hombre erecto-disfuncional un impacto emocional negativo no “le llega”. La obtiene simultáneamente de sí mismo y de su pareja y, como se dice ahora, en tiempo real. Los prejuicios, las películas y cualquier otra información externa poco pueden hacer para empeorar el estado de ánimo del sujeto, con una excepción. Esa información externa no solicitada consistente en: “tu esposa (o novia o amante) se metió con fulano porque dice que contigo nada de nada”.

En esta línea de restarle gravedad al asunto, el folleto sostiene que el término disfunción eréctil es más adecuado debido a las connotaciones negativas que algunas personas adjudican a la palabra impotencia. Francamente no entiendo por qué evitar una expresión de resonancias negativas para designar una situación que todo hombre (y su pareja) percibe, más allá de su gravedad (que no dureza) y de la posibilidad de ser corregida, como inequívocamente negativa. Pero los redactores de Pfizer insisten y, para tranquilizar todavía más a la mujer y a su compañero, dicen: “no es un padecimiento que amenace la vida” (¡faltaba más!). En otras palabras “no la haga de tos, no se va a morir por impotente (perdón por usar el término de connotaciones negativas), aunque se esté muriendo por tener sexo”.

El folleto sigue, describe la fisiología de la erección y hace una lista de las causas de la disfunción eréctil. Inmediatamente después da respuesta a esta hipotética pregunta de una mujer: ¿cómo puedo saber si mi pareja tiene disfunción eréctil? La respuesta es digna de citarse textualmente. “Si con frecuencia su pareja tiene persistentes problemas de erección, es muy probable que usted ya lo sepa”. Creo que lo que querían decir es: “No se haga. Si usted de verdad no se ha percatado de que su pareja es impotente, significa que no hay problema (improbable si ya llegó a este punto del folleto), que usted no ha intentado tener sexo con su pareja en mucho tiempo o que no sabe cómo se tiene sexo”.

Un par de páginas después (sí, son varias páginas) se responde otra supuesta interrogante de una impaciente y, como de pasada, se desliza esto: “Por experiencia propia, quizás ya se haya dado cuenta de que para algunos hombres la disfunción eréctil puede ser un tema muy difícil de abordar”. Vaya, si la frase citada en el párrafo anterior supone que la lectora del folleto es tan ingenua o tonta como para no sospechar un problema de erección en su pareja impotente, esta otra frase asume que es una sexóloga experta, una encuestadora que se dedica a aplicar cuestionarios sobre sexo a hombres o una mujer con una experiencia sexual tan vasta que ha reunido una muestra de actitudes masculinas tan grande como para llegar a la conclusión referida.

Entramos finalmente a consulta. Todo en orden. Al terminar, el médico nota el folleto en mi mano. “¿Qué andan leyendo ustedes?”, dice con cierta sorpresa. Se sorprende más cuando le informo que el opúsculo estaba en su sala de espera y que en la contraportada tiene esta leyenda: “Este folleto es una cortesía de su médico”. Mientras nos acompaña a la puerta nos comenta que hay quien aspira nasalmente el Viagra en lugar de ingerirlo por vía oral. No hay tiempo de pedir más detalles. Me invade la imagen de una Eva entregando una línea de Viagra a un Adán que de inmediato se echa un pericazo. Me pregunto si esta vía de administración permite un aprovechamiento más rápido y completo del medicamento o si la razón para inhalar Viagra es que evoca el consumo de drogas y le añade al encuentro sexual la emoción de lo prohibido.

Mientras esperamos el auto en el estacionamiento leo el enunciado con el que concluye el mensaje: “Este folleto es proporcionado como un servicio educativo de Pfizer, ‘ciencia para el bienestar de la humanidad’”. Vaya un slogan apropiado este último. Con el Viagra, Pfizer, como pocas compañías, puede estar haciendo una gran contribución al bienestar y, por supuesto, al crecimiento de la humanidad.

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Tus fotos

A Humberto, Miriam y Daniela

Como a todo padre, me gusta mirar y remirar tus fotos de bebé. Pero creo que me engolosino más con las fotos que yo no tomé, las de estudio o las tomadas por una cabina automática, como las que te saqué cuando me enteré, a las ocho de la noche, que al día siguiente debías llevar al kínder dos fotos tamaño infantil (de qué otro tamaño podían ser). O con esas en las que posas como modelo profesional para un fotógrafo de fiesta infantil y tu pelo brilla con el sol casi tanto como tu sonrisa. O esas otras en las que tienes la expresión de un astronauta a punto de subir a la nave, segura de que regresarás a salvo y con éxito. En esas imágenes me gusta encontrar gestos que predicen tu presente adolescente.

En alguna foto creo encontrar el anuncio de alguno de tus insights deslumbrantes, en otra, el origen de esas frases sorpresivas que siempre estoy esperando, esas con las que me confrontas, convences, desarmas o iluminas. A veces estoy seguro de que en un retrato estás anunciando tu compromiso actual con tus convicciones.

Ya sé, a toro pasado cualquiera hace predicciones. Por eso, a veces caigo en la tentación de intentar predecir a la persona adulta que serás a partir de lo que veo ahora. Pero rápido recuerdo que lo mejor es seguir maravillándome con tu crecimiento, sin esperar nada, sólo disfrutar de tu alegría.

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Mayrán

A mis padres

Basta plantarse en cualquier sitio de este lago de polvo, levantar la cara y alargar el cuello para darse cuenta de que no hay obstáculos para ver hasta el fin, si este existiera. Aquí el tope de la vista está dado por su propia debilidad o, si más bien se le puede atribuir fortaleza, por la curvatura terráquea que amenaza respetar, sin atreverse, este desierto.

Al dar la cara a esta llanura hemisférica, es tentador creer que bastará con un primer impulso para recorrerla toda: una sola brazada para apartar el aire ígneo o un único golpe de remo sobre el suelo fracturado en pequeñas geometrías falaces. Al fin y al cabo, los animales secos, por aire o por tierra, hienden ese vacío sin esfuerzo.

Navegar entre las flores de cacto, la gobernadora y los reptiles cuasi estacionarios no ofrece problemas, siempre y cuando no se pretenda llegar a ningún lado. Llevar la vista tan lejos como el cristalino lo permite y fijarla allí hasta que el ojo se seque es suficiente para ser atraído hasta ese punto. Y entonces se está listo para deslizarse de nuevo a otra ilusión en todo igual a la anterior, excepto en el brillo de los ojos de las cascabel, la serenidad de las patas de las lagartijas o la espiralidad de los fósiles.

No es difícil orientarse de un espejismo a otro y encontrar vestigios de un mar, de un bosque o de un pueblo que ya era perdido desde antes de desaparecer bajo la venganza ocasional del Nazas. Y, en caso de extravío, el sosiego llega al corazón tan pronto el oído es alcanzado por el viento solitario y sordo.

Tanto si se avanza como si se elige la inmovilidad, más tarde o más temprano se ve cómo la corteza se yergue y se aproxima hecha de rostros de carbón que flotan sobre torsos igualmente enjutos que miran, miran, miran. Más y más capas se levantan sin que la llanura se rebaje, desnivele o desdibuje. Todos se saben juntos y perdidos. Son intercambiables en el mundo pero indispensables al desierto como el peñasco más perfecto o la más lisa de las veredas sin destino.

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Fe, una canción, lo cursi y la victoria

A fines de los años 70 del siglo pasado mi papá visitó Cuba con motivo de una reunión de la UDUAL (Unión de Universidades de América Latina) coincidente, creo, con otro evento de escuelas de medicina de la misma región. A su regreso, al igual que de otros viajes, trajo numerosas y sabrosas impresiones, así como regalos. Entre ellos estaba un disco LP con canciones sobre la Revolución Cubana, una de las cuales incluía la palabra «Girón» en su título, más no en la letra.

Antes de contar algo sobre esta canción, debo decir que en aquel entonces yo sabía poco de Cuba y su revolución y nunca había oído hablar de Playa Girón. De hecho, seguiría sin saber de ese episodio clave de la política internacional (la invasión de Bahía de Cochinos) por varios años. No tengo claro lo que se pensaba en mi entorno al respecto. Sólo creo recordar que todavía era políticamente correcto, incluso fuera de la izquierda, valorar la Revolución Cubana aunque se tuvieran todo tipo de reservas ante ella.

En todo caso, mis ideas sobre Cuba eran vagas y, ante todo, poco relevantes en mi vida diaria. A pesar de la fuerte presencia de preocupaciones que podríamos llamar sociales en mi ambiente familiar y escolar, Cuba no era un punto de referencia, como después entendí que sí lo era para mucha gente ajena a la clase media de Torreón. Mis referencias eran eminentemente cristianas. Mi interés por la justicia y la injusticia, por la libertad y la opresión, por el cambio y la rigidez social se nutrían y se expresaban en una intensa vivencia religiosa. Pero justo por eso, a pesar de mi relativa indiferencia ante la Revolución Cubana, esa canción cuyo nombre, letra y tonada justo hoy he logrado reencontrar se filtró muy dentro de mí y vino a expresar mis sentimientos y esperanzas.

«Girón, la victoria», de Sara González, compositora y cantante de La Nueva Trova, es como un himno religioso, es como un salmo. Al menos así resonaba en mí al escucharla una y otra vez. Yo no oía un canto propagandístico cubano, que lo era, qué duda cabe. Yo recibía la narración de las hazañas de personas valientes comprometidas con la libertad y la justicia, conscientes tanto de sus dolores y rencores como de su vocación solidaria, tanto de su escala humana como de su trascendencia. Esa narración navegaba sobre una melodía impetuosa, de ritmo triunfante, de ímpetu creciente, avasalladora pero fraternal. Es impresionante constatar lo que enseña el dicho, que lo bien trovado nos hace presentir que estamos frente a una verdad. Y también se puede concluir que si alguien trova lo que parece expresar nuestra verdad, tanto nuestra verdad como el canto se nos presentan más bellos.

Ese canto, pensaba yo, podía ser cantado con toda legitimidad en la misa como un himno de los cristianos que buscaban la justicia. No había incrementado mi interés por la Revolución Cubana más allá de generar una imprecisa simpatía basada en la sospecha de que en ese movimiento habían estado o estaban involucradas personas valientes que luchaban por un mundo más justo. Esa simpatía coexistió con la duda acerca del régimen castrista, alentada por las percepciones que mi papá se formó al visitar escuelas de medicina y hospitales cubanos con su habitual escepticismo sobre casi todo (que cada vez comparto más) y en contra de los esforzados intentos propagandísticos de los anfitriones de aquellas reuniones universitarias.

Cuando dejé Torreón para estudiar en el Distrito Federal, ese disco se quedó en casa. Nunca lo volví a ver y nunca escuché de nuevo la canción hasta hoy que mi hijo descubrió a Silvio Rodríguez y a Pablo Milanés en una librería de la UNAM. Le conté que cuando yo conocí su música a través de otros intérpretes, entre ellos los estudiantes universitarios, no me atrajo sino al contrario. Tanto mis compañeros (entre los que había muy buenos cantantes) como los músicos profesionales reproducían las canciones de La Nueva Trova como si con ello estuvieran haciendo la revolución, perdón, La Revolución. El resultado me parecía cursi. En este caso, entendía y entiendo por cursi aquello que pretende, sin conseguirlo, no la elegancia o riqueza que dice el diccionario, sino el compromiso, la valentía, la grandeza de alma. Con algunas excepciones no escasas, siempre he hallado cursis las canciones «de mensaje», «de protesta». Para encontrar gusto por la Nueva Trova tuve que oír sus melodías con los cantantes originales y, aun así, sólo he llegado a disfrutar de unas cuantas, las menos «de mensaje», las más vitales.

La plática con mi hijo trajo a mi conciencia aquella canción de cuyo nombre sólo me quedaba un Girón. Esa me gustó siempre a pesar de ser «de mensaje». Así que, al regresar a casa esta noche, busqué en Internet algunos versos que recordaba: «Canto y llanto de la tierra, / canto y llanto de la gloria, / y entre canto y llanto de la guerra, / nuestra primera victoria». Encontré la letra completa (leer aquí), la interpretación de Sara González en un concierto y la misma grabación que yo escuché repetidamente hace casi treinta y cinco años (ver aquí), ahora como parte de un video sobre la batalla de Playa Girón y, sobre todo, en elogio de Fidel Castro y compañía. Todavía resuenan dentro de mí algunos de los sentimientos e ideas de mi adolescencia. Me sigue pareciendo un canto religioso. Sólo que su capacidad inspiradora ha disminuido pues también hace surgir en mí una sonrisa triste porque ahora sé a qué se refiere la canción y sé lo que ha ocurrido después de esa «primera victoria»; porque conozco lo que el régimen cubano junto con la política estadounidense (en contra) y otras políticas latinoamericanas (a favor) le han hecho a esas voces representadas por las palabras y las notas de Sara González; porque lo bélico ya no se me aparece bello aunque se recubra de palabras poéticas; tal vez también porque extraño algo de mí.

¿Y qué hay de la canción en sí misma? ¿Es cursi «Girón, la victoria» y lo fue desde la primera vez que la oí y yo con ella? ¿Quiere expresar ideas y sentimientos elevados sin un sustrato real? Quizá, pero no puedo dejar de encontrar autenticidad en el canto de Sara González a pesar de lo ilusorio de la victoria que celebraba. O quizá sólo quiero encontrar autenticidad y la verdadera naturaleza de la victoria.

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Mensaje a la delincuencia organizada en cuatro palíndromos

Se nota, matones
Alaban una bala
No, no nos sometemos, ¿sonó non?
río somos, ¡oír!

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Día Internacional de la Mujer

«Â¡Gracias por existir!». Nooo, por supuesto.

«Â¡Son super!». ¿Sólo por ser mujeres?

«Â¡Nunca cambien!». Qué friega.

Ah, lanzar loas a la feminidad. ¿Y dónde está esa esencia femenina? Si existe, ¿cuántas la asumen?
Agradecer a las mujeres que han hecho posible mi vida y la siguen haciendo rica. Quizá, pero no sólo un día. ¿Y los hombres?

Insistir en que seguimos dando menos oportunidades a las mujeres que a los hombres; advertir que usamos para ello tanto formas sutiles y hasta aparentemente elogiosas como otras descaradas y brutales; recordar que en muchos ámbitos esa desigualdad es una franca opresión; señalar los estereotipos de lo femenino (desde las habilidades para conducir un auto hasta la conflictividad y la sujeción a «las hormonas») que ayudan a reforzar la discriminación; reconocer que han hecho muchas contribuciones y tienen importantísimos y múltiples papeles en la sociedad, algunos en los mismos campos que los hombres, otros en campos distintos; proclamar que no se necesita de esos logros para respetar los derechos de todas las mujeres como seres humanos; denunciar que a veces se reconoce su capacidad sólo para imponerles más cargas y responsabilidades; aceptar que somos diferentes, al menos fisiológicamente, y que el respeto no se debe ejercer sólo en aquello que nos asemeja sino también en lo que ellas tienen de particular; proponer que establecer una relación entre mujeres y hombres libre, justa y respetuosa no se alcanza por una ley ni por un manifiesto sino por el diálogo y el trabajo diario. Así sí me uno al Día Internacional de la Mujer.

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Soporte al técnico

Mi papá solía decir que uno debía tener entre sus amigos un médico, un abogado y un sacerdote. Él quería decir que así se contaría con alguien de confianza a la hora de problemas de salud, legales o espirituales. El médico acudiría presto en respuesta a nuestros gritos de dolor, el abogado nos sacaría del bote al que fuimos a parar injustamente (esta posibilidad existe mucho antes de la filmación de Presunto culpable) y el sacerdote nos asesoría en las grandes decisiones de la vida, además de celebrar esa misa que suele seguir a algunas grandes decisiones.

Siempre he estado de acuerdo con mi papá. Las tres profesiones en las que él recomendaba tener amigos detentan una autoridad proveniente de unas técnicas especializadas, un lenguaje esotérico y un licenciamiento muy estricto, autoridad que puede producir grandes beneficios a los clientes de estos profesionales pero también puede someterlos y perjudicarlos de varias maneras. Los legos tenemos hacia ellos una mezcla de respeto y miedo. Por su poder pueden (o pensamos que pueden) enviarnos al cielo o al infierno terrenos y ultraterrenos (los abogados y sacerdotes) o ponernos en la puerta de uno de esos destinos (los médicos). Por eso es tan deseable contar con profesionistas de estas áreas en cuya capacidad y honestidad podamos confiar.

Mi papá tuvo mucha suerte. Además de ser médico, estar casado con una médico y gozar del afecto de muchos de sus colegas, tuvo varios amigos abogados y sacerdotes. A mí no me ha ido nada mal. En mi familia ampliada hay de todo, incluso combinaciones: sacerdotes (o sacerdotes en retiro) médicos, sacerdotes abogados y abogados con carrera trunca en sacerdocio, incluso abogados con, por decirlo de alguna manera, carrera técnica en sacerdocio. Por su parte, todos mis amigos médicos tienen algo de sacerdotes. Uno de mis cuates abogados, notario, además de dar fe, da esperanza y caridad (diría Marco A. Almazán).

Pero el consejo paternal es insuficiente o, mejor dicho, no está actualizado. Data más o menos de los años 80 del siglo pasado y el mundo ha cambiado. Mi padre no previó el surgimiento de otra profesión u ocupación con características muy similares a las tres de marras cuya influencia en la vida contemporánea es central: el profesional de soporte técnico. No tengo ningún amigo en ese gremio y me siento incompleto. (Aclaro, en caso de que me estén leyendo mis amigos ingenieros en electrónica y licenciados en sistemas, algunos también bastante sacerdotales, que no los estoy ignorando, pero lo que ellos hacen, la ayuda en materia tecnológica que me han dado y dan a otras personas más allá de lo que podemos agradecer, es algo distinto a lo que comentaré a continuación, es otra cosa, pues).

Antes de seguir, admito que “soporte técnico” suena feo, pero esa es la traducción de technical support que se ha impuesto en español. También entiendo que no se trata de un solo tipo de profesional, seguramente entre ellos hay ingenieros, licenciados en sistemas, diseñadores y gente sin una carrera propiamente dicha. Por supuesto, tampoco hay un proceso de certificación tan riguroso como, por ejemplo, el de los médicos (eso es parte del problema). Las semejanzas clave del ejercitante del soporte técnico con abogados, sacerdotes y médicos son las técnicas especializadas, el lenguaje esotérico y la capacidad para hacer a los comunes mortales felices o infelices. Por lo demás, los encargados de soporte técnico superan a los otros profesionistas en la amplitud de su presencia en la vida diaria. Pueden pasar meses y hasta años para que yo tenga que recurrir a uno de mis amigos en su calidad de sacerdote, médico o abogado, pero cada mes o con más frecuencia tengo que enfrentarme (sí, en todos los sentidos: estar frente a frente, estar ante un peligro y estar con un enemigo) con alguien de soporte técnico: en la compañía de teléfonos, en la de cable, en la de telefonía celular, en la fabricante de computadoras o programas para ellas, en la oficina, etc.).

Las técnicas propias de los profesionales del soporte técnico van del sentido común a la superespecialización, del “salirse y volver a entrar” (esto es, apagar la computadora y encenderla de nuevo) a hacer complejas reconfiguraciones de software y hardware. Lo malo es que suelen presentar el sentido común a los clientes como un conocimiento sofisticado, esotérico, cuando lo único que hacen es oprimir un par de teclas para resolver el problema, pero, eso sí, cuidando que sus dedos queden ocultos para que los legos no vayamos a intentar aquello reservado a los consagrados. Y por otra parte, cuando se necesitan las técnicas especializadas, estas parecen ser desconocidas para ellos o los técnicos las quieren hacer pasar como sentido común: ¿a quién no le ha dicho un profesional de soporte técnico, después de explicar con toda confusión un diagnóstico y la solución propuesta, “¿de acuerdo?”, como si uno tuviera los elementos para avalar la decisión?

Quizá la razón de no conocer o no usar conociéndolas las técnicas especializadas es que los de soporte técnico parecen tener como máximas “el que me llama es un idiota” y “el problema que me presenta, si existe, necesariamente es uno de los cinco que tengo en mi protocolo de atención”. Entiendo bien que ante la llamada de un cliente sin señal de Internet, lo primero es descartar lo obvio: el módem está apagado, desconectado de la red o requiere una contraseña olvidada. Pero insistir en ello después de una hora de llamada efectiva (posteriores a treinta minutos de espera) tiempo en el que uno describió con todo detalle el contratiempo y lo que ha hecho para solucionarlo y ha repetido la descripción tantas veces como haya sido necesario para que el del otro lado de la línea se convenza de que uno no está mintiendo, es francamente desesperante.

Por cierto, quienes se destacan por pensar que la quejas o consultas de los clientes se basan en una mentira son los encargados de atender al público en las grandes corporaciones de software. Los errores que reportamos no pueden haber ocurrido, ese inconveniente que tenemos no está pasando, lo estamos imaginando. Cada prueba que les demos, incluso mediante el envío de una imagen de la pantalla en el momento del problema, es contradicha contundentemente por el dogma, expresado en un lenguaje iniciático, de que ese programa no puede fallar. Quienes sufren el mal funcionamiento de un programa y se quejan de ello son acusados de herejía cuando no de franca apostasía.

Y ya hablando del lenguaje esotérico del soporte técnico, este léxico le dice quítate que a’i te voy al de un cardiólogo, un abogado fiscalista o un teólogo escolástico. Las soluciones de soporte técnico pueden ser más mágicas que una misa para evitar el purgatorio. Más de una vez un técnico de cable ha decidido en su inmensa sabiduría que me concederá parar de sufrir y que me va a “mandar un refuerzo de señal”. Este sacramento se puede recibir más de una vez, de hecho, se tiene que recibir cada dos o tres meses so pena de ver solamente televisión abierta. La preparación para recibirlo consiste en pasar media hora apretando botones del aparato telefónico en obediencia ciega a los dictados de voces de ultratumba, llegar por fin al taumaturgo con acento entre puertorriqueño, cubano y argentino, obedecer de nuevo órdenes como apagar y prender, desconectar y conectar, esperar cinco minutos y repetir el rito. Una vez que el mago constata que no estamos actuando por pura ociosidad, idiotez o ganas de quitarle su tiempo, enviará el refuerzo de señal y nos describirá una serie de interacciones entre seres sobrenaturales que ocasionaron nuestra excomunión del entretenimiento y la información. Todavía habrá que ser pacientes y no hacer nada con la tele por algunos minutos hasta que el poder del profesional de soporte técnico se manifieste en nuestra pantalla.

En cuanto a la capacidad de soportador técnico para hacernos felices o miserables, mis experiencias más ilustradoras vienen del mundo de la telefonía celular. Estos trabajadores pueden hacernos pensar que estamos dementes cuando afirman con desparpajo todo lo contrario de lo que leímos en el sitio de Internet de su empresa en relación a las capacidades de un celular, a los componentes de un plan de contratación o a nuestros adeudos. No sólo nuestra incipiente competencia tecnológica se va desmoronando, sino también esa habilidad adquirida en nuestra infancia y cuyo dominio damos por descontado, la de leer, es descalificada con toda seguridad por el técnico. En esos momentos también se nos puede ocurrir que tienen razón todos esos correos electrónicos que nos advierten sobre genios maléficos de la informática que tratan de controlar nuestras computadoras. Sí, todo indica que uno de ellos se metió a nuestra portátil y falsificó justo la página que queríamos consultar. La mejor forma de superar este estado de incertidumbre y de paranoia es lograr que nuestro asesor se asesore con el compañero que tiene a su lado en el mostrador. Cuando empiecen a contradecirse entre ellos nos daremos cuenta de que no estamos locos.

En todo caso, para que eliminen un cargo injustificado, nos habiliten una función que hemos contratado o simplemente reconozcan que existimos como clientes, dependemos de los profesionales de soporte técnico. Lo que ellos aten en el mostrador o en la línea telefónica quedará atado en nuestra computadora, televisor o celular, lo que no, no. Por todo esto, los humildes clientes tenemos respeto y miedo por los técnicos de soporte a los que casi nunca vemos cara a cara. Los evitamos tanto como podemos pero más temprano que tarde, de buena o mala gana, recurrimos a ellos. Recuerdo que en uno de mis empleos, hace unos veinte años, el soporte técnico ordinario en materia de cómputo nos lo dábamos los compañeros de trabajo pues sabíamos que así solucionábamos nuestros problemas con mayor rapidez y eficacia. Sólo llamábamos a los técnicos cuando ya habíamos agotado nuestros conocimientos, experiencia y corazonadas colectivos. Y los convocábamos no tanto por confianza en que ellos nos darían la respuesta necesaria sino con el supuesto de que el aparato descompuesto o una de sus partes ya estaba perdido y que la única forma de conseguir que nos lo renovaran sería con el dictamen de los de soporte técnico.

Bueno, el hecho es que ahora la trilogía de profesionales necesarios en la vida es una tetralogía, que no tengo ni un amigo en este campo del soporte técnico y que necesito al menos tres: para cable, telefonía fija/Internet y telefonía celular. Como ya dije, me siento incompleto. Si un profesional de soporte técnico quiere ser mi amigo, puede encontrarme en Facebook.

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Censura y ética: el asunto Aristegui/MVS

Como muchos mexicanos repudio la censura aplicada a Carmen Aristegui por la empresa MVS. Sin embargo, creo que no comparto con muchos de esos mexicanos la caracterización de lo ocurrido. No creo que la terminación de la relación laboral de Aristegui y MVS por parte de esta última sea una acción injusta ante un comportamiento profesional, ético y valiente de la conductora. Creo que es una reacción incongruente y desproporcionada ante un comportamiento no del todo profesional y ético de parte de Aristegui.

En defensa de Carmen Aristegui se ha dicho que sólo hizo una pregunta, nada más pidió al Presidente aclarar algo y que eso no es una acusación. Es cierto, Aristegui no acusó de alcohólico a Calderón, pero sí lo puso en calidad de sospechoso con base en lo que se dice en las redes sociales y en lo expresado por una manta colocada en el Congreso por el diputado Fernández Noroña y otros congresistas del Partido del Trabajo. Es decir, asumió que el Presidente debe presentar pruebas de su salud porque circula un rumor en un medio donde predomina el anonimato y porque un no anónimo barbaján dice que Calderón es alcohólico. Ella misma dijo en su programa “no podemos corroborar (el rumor), no hay información específica, por lo menos, que nosotros dispongamos de ella”. Como señala Raymundo Riva Palacio en Eje Central, no se le ocurrió pedir pruebas a los acusadores, como hasta en nuestra deficiente práctica judicial se hace. Tampoco pensó en, antes de pedir aclaraciones a la Presidencia, tomarse la molestia de conducir una investigación periodística: entrevistar personas presentes en actos del Presidente, revisar videos, correlacionar acciones, etc. Eso no es algo demasiado difícil, es posible obtener filtraciones hasta de la salud de Fidel Castro.

Creo que esa conducta no es profesional, pero tampoco inusual en Carmen Aristegui. Ella con frecuencia toma rumores o, sobre todo, sus propias conjeturas (y sus conjeturas sobre sus conjeturas) para hacer “análisis” y señalar personas como posibles responsables de acciones reprobables o para plantear la existencia de problemas con poca sustancia. Es más, creo que este caso de uso inapropiado de suposiciones no es el más grave que se le puede encontrar. Por estas dos razones, porque no es la primera vez que Aristegui infla notas y porque en esta ocasión lo hizo de manera más leve que de costumbre, me parece que la respuesta de MVS fue incoherente y desproporcionada. Hasta ahora, el estilo Aristegui les traía audiencia y estaban contentos. Sólo ahora, cuando se ve afectado el Presidente, se le ocurrió a los directivos de la empresa llamarle la atención y, finalmente, despedirla. No parece haber una verdadera preocupación por la ética periodística, más bien hay una cobardía que los lleva a censurar lo que en otros momentos toleraron.

Pero es obligado decir que inflar los rumores y las suposiciones para obtener notas escandalosas es una práctica muy común en el periodismo, Aristegui y MVS no son los únicos. Algunos medios, como Proceso, han hecho de esa práctica toda una disciplina. Por nuestra parte, los lectores y audiencias tendemos a aprobar noticias y editoriales cuando señalan a alguien que nos disgusta y a descalificarlos cuando atacan a quien respetamos, con independencia de los datos y los razonamientos. Los medios menos críticos (quiero decir los que menos usan criterios explícitos y consistentes para opinar) suelen denostar y alabar a las figuras y a las políticas adecuadas para tener contento a su público y a sus aliados políticos. Así se mantiene un círculo vicioso que, por supuesto, no ayuda a informar objetivamente ni a fomentar la crítica en la ciudadanía.

Se puede objetar a lo que acabo de expresar que cuando se escribe o se conduce un programa todos los días y cuando se tiene que procesar información con rapidez para ofrecerla al público, es difícil trazar con precisión la línea que separa los hechos estrictos de las suposiciones probables pero eso no es una excusa para dejar de preocuparse por ello en aras de atraer lectores u oyentes. El ser una figura consagrada tampoco otorga la infalibilidad a los periodistas.

A propósito de esto último, me llama la atención que varios de los editorialistas que han criticado a MVS por despedir a Aristegui incluyen en sus artículos una frase del estilo de «estemos o no de acuerdo con la forma en que Carmen Aristegui manejó la noticia, MVS hizo mal en despedirla…». Parece que ellos mismos se censuran ante esta popular periodista. ¿Por qué no decir abiertamente si están de acuerdo o no con el tratamiento que ella hizo de la nota sobre la manta petista en la Cámara de Diputados? ¿No enriquecería el trabajo de los periodistas en general? ¿O es que temen perder la simpatía de sus lectores si hacen notar una pequeña mancha en la carrera de Aristegui?

Finalmente, a pesar de estos comentarios críticos sobre Carmen Aristegui, no dejo de reconocer su trabajo en temas como los abusos de Marcial Maciel y la persecución a Lydia Cacho por parte de Mario Marín. Su labor en esos asuntos benefició a muchos, involucrados y ciudadanos en general, incluso fuera de México. En el primer caso, dio voz a víctimas largamente ignoradas y contribuyó a abrir el problema. En el segundo, además de ayudar a proteger a Cacho, su cobertura sirvió para evidenciar lo opresivo y brutal de un lenguaje (el de Mario Marín y Kamel Nacif) que los oyentes de un país tan machista como el nuestro podríamos haber encontrado inocuo y hasta chistoso. Carmen Aristegui ha tenido un lugar importante en la vida pública mexicana, espero que podamos ver lo mejor de ella.

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Por qué no leo revistas para hombres

Las revistas que se presentan como publicaciones para hombres ocupan áreas grandes de los puestos callejeros o de tiendas como Sanborns, abarcan sólo un poco menos de espacio que las revistas para mujeres. Los títulos son parte de la cultura popular: Maxim, GQ, Hombre, Men’s Health, Interviú, Playboy, por supuesto, y un largo etcétera. Sus temas principales son mujeres, sexo, política, pasatiempos, gastronomía, gadgets y moda. Este artículo se trata de por qué no me gusta leerlas.

No es que los temas mencionados no me interesen. Me interesan todos en mayor o menor medida (excepto la moda, lo cual sufren quienes tienen que convivir conmigo), lo que no me gusta es la manera en que son tratados en las revistas para caballeros. Calificaré a ese tratamiento con un adjetivo que quizá sorprenda al lector. Esas revistas me parecen cursis. Para aplicar este calificativo me atengo a las acepciones proporcionadas por la Real Academia Española (y las estiro un poquito):
1. adj. Se dice de un artista o de un escritor, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados.
2. adj. coloq. Dicho de una persona: Que presume de fina y elegante sin serlo. U. t. c. s.
3. adj. coloq. Dicho de una cosa: Que, con apariencia de elegancia o riqueza, es ridícula y de mal gusto.

Las revistas para hombres pretenden en vano ser atrevidas, eróticas y conocedoras de la música, la tecnología, la comida y el sexo. Lo que se obtiene es un producto de mal gusto. Me explico.

Los artículos sobre temas sexuales parecen extraídos a fuerza de la mente aburrida de un redactor en su escritorio, no ser producto de una experiencia, ni siquiera resultado de un saber teórico. Las recomendaciones para incrementar el disfrute son generalizaciones artificiales, las supuestas observaciones picantes son mera calentura adolescente y las descripciones de prácticas sexuales novedosas palidecen ante cualquier manual amatorio de siglos atrás.

Las reseñas de discos, libros y películas responden a machotes que no requieren el haber escuchado, leído o visto las obras reseñadas. Tratan de salir del paso con un par de comentarios burlones, si están en contra de la obra, o con hipérboles gratuitas tomadas de fuentes de similar cursilería, si quieren promoverla.

Los comentarios sobre instrumentos tecnológicos, los famosos gadgets, delatan a la primera el haber sido extraídos de los boletines de prensa de las compañías fabricantes.

De los artículos de la actualidad política y social, ya ni hablar.

Encima de todo, es frecuente que los redactores usen un tono de expertos que se dirigen a unos lectores ignorantes, reprimidos y sin sofisticación.

Claro que cuando las revistas masculinas tienen plumas invitadas, esos escritores y periodistas suelen ofrecer textos con temas diferentes a los que publican en revistas con un mercado más amplio pero con la misma calidad, por lo que casi siempre resultan interesantes. Pero un artículo no es suficiente para comprar toda la revista.

Sé que el lector debe estar pensando: ¿y las fotografías? Es obvio que el contenido central de las revistas que estoy criticando son las fotografías de mujeres en diferentes grados de desnudez, por lo que sería injusto evaluar estas publicaciones con base en lo que no es su fuerte. Bueno, si mis opiniones sobre los artículos fueron muy subjetivas, las que siguen lo son todavía más. Creo que la mayoría de las fotografías y reportajes fotográficos de las revistas en cuestión son también cursis. Ya no digo que pretendan ser eróticas o artísticas sin lograrlo. En general, pretenden ser simplemente excitantes o estimulantes sin conseguirlo tampoco.

No es que esas fotos muestren poca o mucha piel sino que muestran siempre a la misma mujer, al mismo molde, aunque las modelos sean diferentes. Siempre usan los mismos motivos, las mismas tomas, los mismos escenarios, la misma iluminación. Cuando quieren ser diferentes y ponerse artísticos, la cursilería gana. En lo personal, prefiero un reportaje fotográfico que dé acceso a diferentes facetas de una buena actriz que admiro, aunque se desprenda de pocas prendas, al de una desconocida cuyo único interés es el pie de foto según el cual tuvo su primera relación sexual con su primo a los quince años y no teme a experiencias nuevas, o al de una mujer que es sólo popular por los escándalos que provoca para vender sus fotografías sin ropa. Pero esos reportajes con una entrevista incisiva y una fotos reveladoras tanto del cuerpo como de la personalidad de una mujer no se encuentran frecuentemente en las revistas masculinas. ¿Son demasiado fuertes para ellas?

Otra vez, hay excepciones entre los diferentes números de estas revistas pero, ante el anuncio en portada de una sesión fotográfica prometedora prefiero mantener la cartera en el pantalón y ojear la revista en Sanborns o buscar algún buen samaritano que haya subido a su página web personal las imágenes y la entrevista que las acompaña.

Hay dos características más que me disgustan de las revistas para hombres, las cuales quizá no tienen tanto que ver con la cursilería. Una es la ausencia de índice o la dispersión de este a lo largo de varias páginas, además de que muchas de las páginas no tienen número, por lo que encontrar un artículo se vuelve una tarea detectivesca. El otro defecto tiene que ver con el elevado número de fotografías publicitarias de hombres que miran al lector fija y seductoramente para decirle cuál es la última moda en suéteres, pantalones o calcetines. Son tantas o más que las fotografías de mujeres en la misma actitud. ¿Que no eran revistas masculinas?

En fin, antes de terminar, mencionaré otra excepción a todo eso que no me atrae. Se trata de la revista SoHo, originada en Colombia y que acaba de lanzar el número 0 de su edición mexicana. Sus asuntos son los mismos que los de otras revistas para hombres pero su tratamiento es, por lo general, mucho mejor. La presencia de buenos escritores y periodistas no es esporádica sino regular, con una participación notoria de mujeres (ellas son lo que nos interesa a los hombres, sea que muestren su cuerpo o sus palabras, ¿no?).

Los artículos con tema sexual no están escritos desde la necesidad de crear un texto supuestamente lujurioso para vender ejemplares sino desde la experiencia, las ideas o las preocupaciones de los autores de uno y otro sexo (que pueden resultar bastante excitantes).

Cada número tiene un tema que se mueve entre lo novedoso, lo morboso y lo profundo: cómo es vivir con una prótesis (es decir, cualquier objeto que suple una parte o función corporal), cómo es la vida de los pordioseros que “trabajan” en las esquinas concurridas de una gran ciudad o qué se siente acudir a los practicantes de las diferentes ramas del esoterismo, entre otros. Un conjunto de plumas experimentadas revisa las diferentes caras de estos problemas con espontaneidad, humor y, por supuesto, buena escritura.

Las colaboraciones femeninas no hablan de la mujer desde la biología, la psicología o el feminismo (o sí, pero no exclusivamente) sino desde la particularidad de mujeres reales que no pretenden hacer generalizaciones fáciles sino sacudir a los hombres con humor y elegancia. Además hay cuentos, reflexiones políticas, reportajes sobre figuras públicas y púbicas y reseñas sin pretensiones pero informativas.

El punto más endeble, como en las otras revistas, es la fotografía de desnudos o semidesnudos pero, de todos modos, SoHo supera a sus competidores pues con más frecuencia que ellos ofrece fotorreportajes cuyo mérito radica, para mí, en que ni las modelos ni los fotógrafos se toman demasiado en serio. Los temas son juguetones: cómo sería un día en la vida de una actriz pero sin ropa (no sé si lo lograron con base en montajes o si lograron la colaboración del resto de los asistentes a un restaurante o supermercado), una entrevista doble a una modelo y a su madre, quien también posa semidesnuda, o una serie de fotografías con una periodista que por primera vez da otra cara.

Espero que SoHo México conserve las buenas costumbres de su hermana mayor colombiana y no se vea maniatada por un ambiente cultural en el que predomina lo solemne, lo pedante y lo mojigato.

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Un México ganador

Después del famoso puente Guadalupe-Reyes, retomo Notas al pasar y le deseo lo mejor para 2011 a todos los que tienen la amabilidad de visitar este blog. Sin más preámbulo, voy al tema de un México ganador.

Hace algo más de quince años asistí a una función de danza en la que se rindió homenaje a dos miembros de la compañía: a la primera bailarina (entonces prometida y hoy esposa de un querido y antiguo amigo), que se retiraba ese día, y a la directora, por su trayectoria. De esta última se leyó una semblanza que impresionó no sólo a los que la conocíamos superficialmente sino incluso a los enterados. Cuando la directora tomó la palabra se refirió una y otra vez, de una manera y otra, a la lucha que había librado a lo largo de su carrera. No especificó contra quién había luchado pero creo que más de un asistente sospechó de la burocracia cultural y de los colegas envidiosos. Cuando salíamos de la función, Paco Donovan, un jesuita gringo que tenía más de veinte años en México, me dijo, palabras más, palabras menos: “los mexicanos se enfocan en sus luchas y no se dan cuenta de sus logros”.

En efecto, aunque se podía atribuir el tono del discurso de la homenajeada a su modestia o a una disposición a disfrutar el camino tanto o más que el arribo al destino, la verdad es que se había presentado como víctima sufrida y no como vencedora de obstáculos a pesar de sus innegables y numerosas conquistas. No tengo elementos para decir si esta afirmación de Paco se aplica a la mayoría de los mexicanos pero sí tengo algunas experiencias por las que me atrevo a postular la hipótesis de que muchos mexicanos (me incluyo entre ellos, ver mi publicación del 15 de septiembre de 2010) no solemos ver lo que vamos logrando como país.

Sí reconocemos un gran pasado que algunos sitúan antes de la colonia, otros en la Nueva España, en la Reforma, en el Porfiriato o en la Revolución Mexicana, según sus afinidades. Por supuesto, apreciamos nuestra variada y rica naturaleza. No se diga lo orgullosos que estamos de nuestra gastronomía. Pero, de alguna manera, todo eso nos fue dado. Sobre lo que hoy somos y hacemos llegamos a señalar nuestra creatividad, entendida casi siempre como habilidad para saltarnos las trancas, pero no mucho más. A veces pareciera que el país funciona (porque, a pesar de nuestras justificadas quejas, mal que bien, marcha) sin mexicanos, que no somos nosotros los que hacemos que las cosas pasen.

Por su parte, los partidos políticos refuerzan esta percepción al ofrecer: a) darnos lo que necesitamos porque ellos saben lo que realmente queremos, b) vengarnos de las injusticias que los malos nos han infligido, c) prohibir aquello que nos da miedo o d) recuperar el poder para hacer lo que hacían (¿bien?) antes de perderlo sin hacer un ajuste de cuentas con las barbaridades que cometieron. Es decir, entre sus propuestas no está dirigirnos para mejorar juntos al país, para alcanzar un mejor México del que todos podamos sentirnos responsables y orgullosos. Ellos quieren hacer las cosas por nosotros. Parece que lo único que no quieren hacer por nosotros es tomar las decisiones difíciles que le corresponden a quienes han optado por la política.

Por lo anterior, me llamó mucho la atención que, en su primer día como presidente, Felipe Calderón dijera (otra vez, palabras más, palabras menos) que quería ver un México ganador. Nunca había oído a un político decir algo semejante. Lo nuestro no parece ser ganar sino ser víctimas, tener mala suerte o, si acaso, como la directora de danza, luchar para casi llegar (ver al respecto el artículo “¡El que sigue!”, de Juan Villoro en Reforma del viernes 14 de enero). No sé si esa intención de Calderón (que repitió en el mismo discurso al menos una vez) fue transformada en estrategia de gobierno pero no veo evidencia de que los mexicanos nos sintamos más ganadores. Más aún, no veo que los mexicanos tengamos más deseo que antes de ser ganadores en el sentido de responsables activos del desarrollo del país. Tengo la impresión de que, en general, seguimos esperando que regresen los que dicen que hacían las cosas bien olvidando su autoritarismo y su corrupción, que un mesías nos vengue de las afrentas sufridas o que alguien ponga orden.

Ahora bien, en el segundo párrafo de este texto di por hecho que los mexicanos tenemos algunos logros por los que podríamos sentirnos, al menos, un poquito ganadores. El ensayo «Regreso a futuro”, de Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín, en nexos de diciembre me hizo reflexionar al respecto. Los autores sostienen las tesis de que México “es preso de su pasado” (planteada en otro artículo un año antes) y de que “es preso también de la idea pobre que tiene de sí mismo”. Recogen un gran conjunto de datos variopintos (estadísticas, impresiones, anécdotas, opiniones de entrevistados) para afirmar que el país es mejor que lo que pensamos, que es mejor que antes y que sigue mejorando. Su análisis es desigual y más contradictorio de lo que ellos mismos reconocen (por ejemplo, como prueba de lo erróneo de las opiniones negativas que los mexicanos tenemos citan varias veces las opiniones positivas de algunos mexicanos), asumen supuestos cuestionables, pero sin duda logran presentar al lector un panorama mucho más complejo y prometedor que el de un país atrasado sin remedio. No repetiré aquí esa información pues hay acceso libre al artículo en la revista, pero no quiero dejar de mencionar que, además de reunir muchos datos útiles, Castañeda y Aguilar Camín problematizan los criterios que usamos para valorar lo que hemos alcanzado. No sacan todas las conclusiones sobre ello pero no le dejan a uno otra opción más que reconsiderar los insumos y perspectivas con los que pensamos a México y, de inmediato, voltear para ver de nuevo, con ojos más abiertos, aquello con lo que nos tropezamos a diario.

Plantean también algunos de los nudos a desatar para contar con un futuro mejor. Y al ver hacia adelante señalan lo que le toca al gobierno, en particular al ejecutivo federal, y lo que nos toca a los ciudadanos. Y vinculan a ambos a través del término “liderazgo didáctico”. Se trata, hasta donde lo pude entender, de una labor que corresponde a los políticos y consiste en reducir la separación entre “las aspiraciones más concretas e inmediatas de la sociedad y las decisiones de grandes cambios que pueden colmarlas”. Esto pasa por reconocer lo que piensan, sienten y necesitan los ciudadanos y por ayudarlos a entender cómo se puede obtener lo que quieren y los límites, obstáculos y requisitos que se encuentran en el camino. Hallo muy ricos estos contenidos para la noción de liderazgo didáctico, pero me gustaría ampliarlos, pues los veo insuficientes para sustentar un quehacer político y gubernamental que nos mueva hacia la responsabilidad ciudadana, hacia la participación, hacia querer ser y sentirnos ganadores. El concepto psicológico de autoeficacia viene entonces a cuento.

La autoeficacia consiste en las creencias que tienen las personas acerca de su capacidad de realizar satisfactoriamente una tarea (de esa manera, se puede distinguir la autoeficacia de una persona para el estudio, para ser padre, para cuidar de su salud o para ejercer una profesión u oficio). La autoeficacia está en la base de la persistencia ante los obstáculos, de la planeación de la acción, de la apertura al cambios, entre otras actitudes y conductas constructivas. Para fortalecer su autoeficacia una personas requiere, entre otros factores, percibir sus logros pasados; identificar la relación entre lo que ella hizo y esos logros, al tiempo que admite sus errores y los convierte en oportunidad de cambio; aprender de otros que es posible realizar bien las tareas en cuestión y recibir una retroalimentación positiva por sus acciones y éxitos.

Los políticos y gobernantes deberían ser promotores de lo que se podría llamar autoeficacia ciudadana. Para eso tendrían que favorecer la libre circulación de información objetiva sobre la situación del gobierno y del país en general; presentar los resultados de sus acciones como producto de todos, no sólo de ellos; abrir la discusión de los grandes temas nacionales y abrirse ellos mismos a la discusión; hacer públicos los diferentes escenarios y traer a revisión las experiencias nacionales y extranjeras, sin miedo a reconocer que no tienen todas las respuestas; reconocer con precisión las insuficiencias de ellos y de los ciudadanos para precisar los asuntos pendientes y las conductas a mejorar en los gobernantes y los gobernados; proponer retos a la ciudadanía como quien trata con personas capaces de las que se puede esperar mucho. De alguna manera, tendrían que ser como los buenos maestros.

Ahora que, por donde se mire, México está en plena carrera electoral, me gustaría ver que los partidos políticos, asumiendo un liderazgo didáctico, no sólo ofrecieran soluciones sino que propusieran hacernos parte de las soluciones (por supuesto, sin desentenderse de sus obligaciones) para, entre todos, hacer un México ganador, uno cuyos ciudadanos estén orgullosos del presente que ellos mismos han creado, no sólo de lo que otros mexicanos más o menos etéreos les entregaron. Y me gustaría que los mexicanos nos hiciéramos cargo de nuestras responsabilidades, entre las cuales están exigir a los partidos planteamientos inteligentes y pensar qué queremos para este país, cómo queremos verlo ganador.

En congruencia con ese deseo, en algunas de las siguientes entregas de este blog retomaré el tema de hoy. Los invito a dejar sus comentarios acerca de su evaluación del país (qué ha logrado, qué no, quién ha hecho su trabajo, quién no) y acerca de qué significaría que México fuera un país ganador.

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