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Número equivocado
Posted by Humberto Rivera Navarro in Comunicación, Cultura, Personal, Tecnología, Uncategorized on 27 noviembre, 2010
Era el año 1999, el del primer teléfono celular. El primero en mi vida, quiero decir. Era marzo o abril de ese año y yo tenÃa una hija casi recién nacida y otros dos debajo de los cinco años. Por experiencia sabÃa que en cualquier momento podÃa surgir una emergencia: que le subiera la temperatura a la bebé, que le dieran cólicos o, peor, que se le acabaran los pañales. Necesitaba que me pudieran localizar rápidamente si se necesitaba algo: medicinas, pañales o fórmula láctea. A pesar de que los celulares me habÃan parecido hasta entonces un instrumento de ostentación, creà conveniente comprar uno para, en caso de una emergencia, estar siempre localizable. SÃ, fui ingenuo, pensaba que ese aparatito realmente me mantendrÃa siempre al alcance. Si hoy en dÃa las famosas «Ã¡reas de servicio» fluctúan caprichosamente, hace once años eran de plano evasivas.
Mi primer equipo celular era de esos que se abren para usarlos (¿tipo polvera, les dicen?). Eso me resultaba un poco incómodo pero era relativamente bonito y pequeño (no querÃa cargar los ladrillos que solÃan verse en ese entonces). No sé cuántas llamadas hice o recibà en la primera semana con celular, no creo que hayan llegado a diez en total. La mayorÃa de ellas pasó a la categorÃa de llamadas perdidas o terminaron en el buzón de voz porque no habÃa señal o porque yo tardaba mucho en contestar. No estaba acostumbrado a la compañÃa del teléfono móvil y se me olvidaba qué significaba esa vibración en mi bolsillo. Lo curioso es que, de esas diez llamadas, cuatro fueron equivocadas y que, al pasar al buzón, tuvieron consecuencias funestas, aunque no para mÃ.
La primera vez que vi en la pantalla del teléfono que tenÃa un mensaje de voz me inquieté, pensé que era una emergencia de casa. Presioné el botón que debÃa llevarme al buzón de voz para escuchar el mensaje. Para mi sorpresa y alivio, una voz femenina, joven y cariñosa me decÃa, por error, palabras más, palabras menos: «te extraño mucho, pero ya vas a llegar, te amooo». «Número equivocado», pensé, y colgué.
Un poco más tarde ese mismo dÃa, habÃa otro mensaje en mi buzón. «Mi vida, ¿a qué hora sales? Estoy en la estética y después me voy a arreglar para que me veas muy bonita. No quiero que lleguemos tarde a la boda de mi prima, ¿no se te olvidó, verdad?». También le hacÃa saber que estaba ansiosa por presentarlo a su familia. Iba a presumir a su nuevo novio y parecÃa muy confiada en que causarÃa una gran impresión. Hizo además un par de comentarios sobre las habilidades amatorias del muchacho que me hicieron sonrojar. Me llamó la atención que se equivocara por segunda vez consecutiva pero supuse que el joven no tardarÃa en llamar a su amada y en sacarla del error.
No fue asÃ. Yo no contestaba las llamadas a tiempo. Entre darme cuenta de que el aparato estaba vibrando (siempre me ha disgustado la irrupción del tono de un celular), sacarlo del estuche, abrirlo y presionar el botón Send me tardaba tanto que quienes me estaban llamando colgaban o terminaban escuchando «este es el buzón de voz de cinco, cinco, tres, uno, cuatro, dos, nueve, cero, seis, seis, deje su mensaje». Por eso obtuve una tercera grabación. La muchacha se oÃa nerviosa. «Ya estoy lista, ¿eh? ¿Ya bajaste del avión? ¿Pasas por mà o paso por ti?». Estaba impaciente. De seguro no querÃa llegar sola a la boda después de haber anunciado a un partidazo. Consideré unos segundos la posibilidad de marcarle y decirle que sus anteriores mensajes no habÃan alcanzado su destino. No lo hice.
Por cuarta ocasión oà la voz de Lila (le doy un nombre porque a estas alturas ya creo que puedo dejar de llamarla «muchacha» y referirme a ella con más confianza), ahora borracha: «Â¿Qué te pasó hijo de la… Aquà me tienes de tu p… Qué poca madre tienes, c…» y lindezas por el estilo. PodÃa escuchar la orquesta y el murmullo de los asistentes detrás de la furia de Lila. Seguramente se habÃa sentido ridÃcula al aparecer en la boda sin el previamente publicitado galán. «Ya me lo sospechaba, Lila soñando otra vez», pudo haber dicho, despreciativa, una de sus primas. Y Lila se desquitó con mi buzón de voz. Después de maldecir al ausente con toda la desenvoltura que facilita la ebriedad colgó. No supe más de ella. ¿Volvió a intentar ponerse en contacto con su novio? ¿La llamó él y ella no le tomó la llamada? ¿Se aclaró todo y fueron muy felices?
Me pregunté entonces y me he vuelto a preguntar después, por qué no llamé a Lila para avisarle de su error. En primer lugar, me respondo que aquello me parecÃa un claro error de dedo, no concebÃa que ella tuviera mal registrado el número de su novio, asà que nunca prevà el desenlace. Pero, ante todo, no la llamé por discreción. Yo no debÃa saber lo que sabÃa y pensé que ella pasarÃa por una gran vergüenza al darse cuenta de que me habÃa revelado intimidades. Yo pasarÃa por chismoso. Recuérdese que se trataba de la era pre-Facebook. En ese entonces uno no tenÃa acceso a todo tipo de detalles y chismes de los amigos de los amigos (y de completos desconocidos) y mucho menos se sentÃa con derecho a decir «me gusta» o «súper, los amo, XD», cuando alguien daba a conocer a los cuatro vientos (perdón por el anacronismo de la expresión) que estaba con su pareja dándole de comer a los patos en Chapultepec.
Tal vez la discreción, ese componente de la buena educación, según mis padres, no es una virtud en la época de la comunicación multimodal y omnipresente, en un mundo con celulares, Facebook y Twitter.
¿Festejar la Revolución Mexicana?
Posted by Humberto Rivera Navarro in Crítica, Cultura, Política, Sociedad, Uncategorized on 21 noviembre, 2010
No es lo mismo la Independencia que la Revolución Mexicana. Me refiero a que tienen caracterÃsticas por las que no puedo contemplar de la misma manera los dos aniversarios que este año se están celebrando fastuosa e impuntualmente. Me explico.
La Independencia, al margen de la discusión sobre si debemos celebrar su inicio o su consumación, representa un claro punto de inflexión a partir del cual se puede hablar de un nuevo paÃs, asà sea sólo legalmente. Por supuesto, no todo es muy cristalino, para empezar, los intereses que consumaron la independencia no eran los mismos que los que la iniciaron. Pero al menos sabemos que esos diferentes intereses coincidÃan en la búsqueda de un paÃs independiente y que eso obtuvieron. Si alguien se siente mexicano, con todos los asegunes que esto tiene (ver los mÃos en mi publicación de hace dos meses en este mismo blog), puede celebrar el bicentenario de la Independencia como el nacimiento de este paÃs del que se considera parte.
La Revolución Mexicana no se presta para lo mismo. Podemos darle como inicio el 20 de noviembre de 1910 pero no podemos darle como fin el 25 de mayo de 1911 (menos de un año después), fecha en que Porfirio DÃaz renunció a la presidencia, es decir, cuando el levantamiento obtuvo lo que pretendÃa. En cambio, llamamos también Revolución Mexicana a los enfrentamientos ocurridos durante varios años más y que ya no tenÃan como objetivo derrocar a Porfirio DÃaz sino que uno u otro caudillo revolucionario llegara al poder. (Me parece curioso como el discurso del festejo del centenario llama a la Revolución Mexicana «el movimiento armado», como si fuera un solo movimiento medianamente coherente y no un tremendo enredo de intereses).
Si se considera al movimiento cristero como una respuesta a polÃticas instauradas por algunos de los caudillos, se puede decir que los enfrentamientos siguieron hasta 1929. Además, en ese año, Plutarco ElÃas Calles funda el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que después se transformarÃa en Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, más tarde, en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ese partido se encargó de canalizar polÃticamente (decir que electoralmente serÃa una burla) las luchas armadas previas entre revolucionarios. Desde cierto punto de vista, ese año de 1929 puede ser declarado (y varios historiadores asà lo hacen) el año de terminación de la Revolución Mexicana. Pero no el de su consumación, por la simple razón de que es difÃcil atribuir un objetivo a esas múltiples y cambiantes facciones que guerrearon durante diecinueve años. La Revolución Mexicana, entonces, no se consumó sino que se consumió.
Por otra parte, si hacemos caso a la retórica del PNR, el PRM y el PRI, la Revolución Mexicana continuó sin batallas por varias décadas más. PolÃticas educativas, movimientos artÃsticos y, sobre todo, el omnipresente PRI, trataban de crear la sensación de que todo lo que pasaba en este paÃs era resultado de la gloriosa Revolución Mexicana. Hasta para defenderse de sus crÃticos, el PRI acusaba a estos de tener intereses oscuros (también los calificaba de exóticos) contrarios a la Revolución Mexicana y a la nación que dicho partido se habÃa apropiado. Igual que los obispos se justifican como sucesores de los apóstoles, los priÃstas se justificaban como herederos (y alguno como cachorro) de la Revolución Mexicana. No necesitaban otro mérito o virtud (muchos de sus polÃticos, de hecho, no los tenÃan).
Al considerar los costos en vidas y en infraestructura de los casi veinte años de guerra y los costos en civilidad y en desarrollo económico de los setenta años de regÃmenes «revolucionarios», no puedo dejar de pensar la Revolución Mexicana de una manera similar a como pienso el sismo de 1985: abrió la puerta a algunas mejoras sociales, polÃticas y culturales y trajo otros males en los mismos terrenos pero, en sà misma, fue una desgracia. Por tanto, no veo cómo festejar la Revolución Mexicana. Puedo recordar lo que fue y lo que trajo; valorar a algunas personas y resultados, comprender a otros y repudiar a otros más; empatizar con los que sufrieron la violencia y con todos aquellos a los que la revolución no les hizo justicia sino que los ajustició con pobreza; puedo constatar los genes «revolucionarios» que perviven en nuestra vida pública. En fin, puedo tratar de aprender algo de la Revolución Mexicana, pero no festejarla.
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