Uno ha oÃdo o leÃdo muchas veces ciertas expresiones que le molestan y no hace nada más que incomodarse, pero llega un momento en que la necesidad de expresar esa molestia se hace apremiante, aunque la gota que derramó el vaso sea minúscula, menor a algunos de los chisguetes y chorros que ha presenciado antes. Asà me pasó hoy al leer una semblanza de la pintora Joy Laville publicada por Jorge F. Hernández en Letras Libres de noviembre (p. 88-89), texto, por lo demás, muy disfrutable. Al describir la reticencia de Laville a exponer sus obras, Hernández dice que en las salas de exhibición «sus cuadros corren el riesgo de ser grafiteados por niños traviesos o del todo incomprendidos por damas sofisticadas que se creen sabihondas». Desconozco si eso lo dijo la artista o es la interpretación de Hernández sobre lo que ella dijo o simplemente al escritor se le ocurrió que ayudarÃa a su texto explicar asà la actitud de Laville. Por este desconocimiento me apena un poco usar este fragmento como pie para lo que voy a decir a continuación, que me disculpe el autor si sólo transcribió la voz de la pintora.
El asunto, mi asunto, es que, cuando se trata de retratar, criticar y burlarse de la banalidad y de la ignorancia, los intelectuales (hombres y mujeres), al escribir o dar entrevistas o en sus conversaciones, suelen encarnar esos defectos en las mujeres y los niños. Es raro que seleccionen a un varón como el ejemplo de sujeto superficial y estúpido que no llega a las alturas del conocimiento y el arte en las que el intelectual mora. Y no es que falten los ejemplos pero, al parecer, los hombres incultos suplen esta carencia con… ser hombres, sobre todo si son ricos. Porque los varones pobres, en especial, campesinos, sà llegan a ser objeto de las mofas intelectuales, aunque mucho menos que las mujeres de cualquier estrato social.
Además de superficiales, las mujeres del imaginario masculino (intelectual y no intelectual) son chismosas y emocionalmente inestables, sin importar que, al menos en mi experiencia, el chisme y los arrebatos emocionales fluyan por igual en caballeros y damas. De hecho, con base en algunos casos que conozco, me atrevo a proponer que un indicador para identificar a un hombre chismoso e histérico es que califique de tales a las mujeres.
Las esposas de los intelectuales se salvan un poco de todo eso. Cuando otro intelectual habla de las cónyuges de sus colegas, ellas tienen el dudoso honor de ser aludidas como «su bella esposa», que tan graciosamente los atendió y escuchó en aquella memorable velada, aunque sean tan inteligentes, cultas y productivas como sus maridos.
Por otra parte, las mujeres son excluidas de otras formas de expresión que, al menos yo, encuentro agradables. Me refiero al apelativo «hermano». No al que nos dirigen nuestros hermanos carnales o «de cariño» (que, por supuesto, es muy agradable), sino con el que nos distinguen aquellas personas que nos consideran compañeros de ideales y causas. Nunca he oÃdo que un hombre le diga «hermana» a una mujer con la que tiene esa comunión de principios. Si acaso, es una «compañera». Me pregunto si esto se debe a que no se considera a las mujeres dignas de entrar a ese cÃrculo de hermandad o si se evita el término para dejar siempre abierta la posibilidad de otro tipo de relación sin incurrir en incesto.
Y los niños, siempre impredecibles e indignos de confianza, buenos para nada en la mente intelectual. No niego que haya lugares y situaciones que no se llevan bien con los niños y las niñas y reconozco que no todo el mundo tiene por qué encontrarles interesantes, pero eso no es lo mismo que ver a la infancia vacÃa de reflexión, de sensibilidad y de inteligencia. Son exceptuados de esta percepción los hijos e hijas de los intelectuales, pues o bien están siempre ausentes del escenario o son unos genios según sus padres, como ocurre con todos los padres.
Vaya, si lo que acabo de escribir tiene alguna relación con la realidad, mujeres y niñas y niños siguen siendo objeto de discriminación.
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#1 by Laura Guerrero on 12 noviembre, 2015 - 7:59 am
Tienes rqzón, es muy común, aún en la voz de las mujeres sobre otras mujeres, un desdén con el que pretenden elevarse por encima de las demás personas. Igual pasa con los niños y niñas, ayer en la FILIJ escuché más de una vez: «deja eso, no lo toques, vas a elegir un libro hasta el final o nos vamos.», mientras jalaban al hijo como si fuera bolsa de mandado, para nada interesados en su gusto, su interés o gozo.