Hace algunas décadas, con colegas de la Universidad Iberoamericana, escuché una anécdota imaginaria a propósito de la grabación de las clases por parte de los estudiantes (probablemente me la contaron en varias ocasiones diferentes personas). Primero un estudiante llevaba una grabadora al salón de clases y se retiraba, después, otro y otro más lo imitaban hasta que ya no había más que grabadoras ante un docente que optaba por grabar lo que tenía que decir, colocaba su grabadora en el frente del salón y la dejaba allí para que los aparatos de sus estudiantes registraran la lección.
El cuento se puede ver como una ilustración del extremo al que podría conducir una práctica demasiado frecuente: la de reducir la enseñanza y el aprendizaje a un sujeto que receta un discurso a otros que solo registran lo oído. Hay otro desenlace posible y más eficaz y eficiente, derivado de un supuesto distinto sobre la enseñanza y el aprendizaje. Consiste en que el profesor se da cuenta de que es mejor escribir lo que sabe, dejar que sus estudiantes lo lean (junto con otros textos) antes de la clase y se reúnan a resolver dudas, extraer y ensayar las consecuencias prácticas de ese conocimiento, criticarlo y proponer cómo mejorarlo. Claro que esto le quitaría lo gracioso a la anécdota.
Ahora que la generación de textos mediante inteligencia artificial es lo de moda y una aplicación de teléfono me invita a chatear con IA y GPT-4, no pude más que recordar la historia recién contada y llevarla a un futuro no muy lejano en el que una persona programa su teléfono inteligente para enviar mensajes sobre determinado tema a uno de sus contactos. A su vez, el interlocutor programa su celular para responder a los mensajes del otro. Así los teléfonos tienen una sabrosa charla que alimenta la amistad de sus dueños y les permiten evitar la interacción para dedicarse a sí mismos.